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El indiscutible e inútil derecho a no decir nada

Es poco ladrador, pero muerde.
De entrada, no presentar la propia opinión resulta inútil de cara a los demás, pero reconozco que puede hacer mucho bien a la salud del que se calla.

Dicen que hay que sacar la energía negativa, que hay que cabrearse (en román paladino), pero también se sabe que la violencia genera violencia y no hay ninguna más dañina que la que uno mismo se inyecta en vena.

A mí me parece que esto va impreso en el carácter de cada cual. Es como un chip. Por ejemplo, mi caso: no podrán hacerme callar si no es con una mordaza, pero conozco mucha gente que prefiere pasar por la vida sin decir ni mu.

Hasta ahora hemos visto que tanto una postura como la otra tiene sus pros y sus contras. Ninguna novedad. Casi todo en la vida es así.

Sin embargo, yo le encuentro dos objecciones.


La primera, de carácter solidario, social, panteísta si se quiere. El que no suma aportando su experiencia, su sentir y su inteligencia, niega la oportunidad, por remota que sea, de que la humanidad (desde una pareja a un continente) progrese gracias a su aportación.

La segunda, secundaria como debe de ser, es que el que no opina, el que no se muestra activo, parece un vegetal al lado de otros seres quizá menos brillantes a los que van a permitir decir más sandeces de las que les correspondería.

Por tanto, no opinar puede venir bien para el sistema nervioso de los críticos potenciales en suspensión de pagos, pero ni mejora su autoestima ni, lo que es más importante, ayuda a que el mundo, que no para de rodar, se mueva en una dirección mejor.

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