Las aceituneras (1957), Rafael Zabaleta. De vez en cuando me da por confesarme. Mirad, y hablo así porque sé que sobre todo me leen los amigos, a mí no hay manera de encuadrarme. ¿Sacando pecho? De ninguna manera. Esta tendencia a escapar de cualquier clasificación me viene de fábrica, no es una pretensión, pues no es voluntaria. Y la verdad, en el pasado me ha traído más preocupaciones que motivos de orgullo. Aun así, podría sentirme orgulloso porque reivindicarse como un tipo más raro que los demás cotiza al alza. No es mi caso. Me he movido siempre entre dos mundos, el del “quiero ser” y el del “no quiero dejar de ser”. Sintetizo, quizá demasiado: desde siempre me han movido intereses intelectuales, pero en mi casa me enseñaron a no despegar los pies del suelo, es decir, a no alardear. Además, en mi barrio, en mi casa, en los lugares que frecuentaba, la palabra cultura sonaba a cuadro negro sobre fondo negro valorado en un millón de dólares. Algo de cultura oficial he id
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