Pues depende. Los machos dominantes se apuntan a un gimnasio, se rapan la cabeza, se depilan las cejas y resurgen de las cenizas. Si han perdido la admiración de sus parejas, la recuperan; y si se les pone a tiro una pieza joven y esbelta como una gacela, ahí que van. ¿Y todos los demás?
Los demás, que hemos soportado con estoicismo el bajón físico y, de alguna manera, nos hemos resignado a ver un tipo con entradas y barriguita después de la ducha, quedamos a merced de los elementos.
El hombre hetero del montón, con el que me identifico, está expuesto a cualquier cambio en la dirección de los vientos.
Si hemos tenido hijos, nos tendremos que esforzar en trabajar mucho y en repartir el cariño a partes iguales entre la descendencia y nuestra pareja. Cualquier descomenpensación por arriba o por abajo nos hará pasar por adictos al trabajo, clones de Hommer Simpson, malos amantes o padres consentidores.
Si no tenemos hijos, el reloj biológico se ubicará entre la tele de plasma y el mando de la Wii con forma de Big Ben y nos dará la campanada cada vez que se nos ocurra un plan para el fin de semana o la compra del último gadget.
En el caso de los solteros, quizá sea el momento de analizar por qué los ligues han ido de más a menos, hasta el punto que en las discotecas nos juntamos con jóvenes a los que aburrimos con batallitas y ni siquiera las viejas lobas (con cariño a estos personajes clásicos de la noche) nos lanzan un aullido. Puede que, incluso, sea necesario poner en cuestión nuestra orientación sexual.
Los 35 años para un hombre, digamos la verdad, son jodidos. Es el momento de elegir. O nos lanzamos a una vida loca repleta de aventuras (e infortunios), o damos una alegría a la familia formando una familia nuclear y acertando a la primera con la parejita. Lo que siempre saldrá mal, aunque es una opción legítima, será quedarnos en el limbo de la negación del compromiso sin tampoco atrevernos a soltarnos la melena (o hacernos un implante).
Si optamos por esa malísima tercera opción, podemos inventarnos que nos gusta vivir solos, que nos encanta nuestro trabajo, que somos selectivos con las parejas o que hemos dedicado nuestro futuro a coleccionar palillos de dientes.
Todo, menos engañarnos a nosotros mismos. Eso, os lo aseguro, siempre acaba mal.
Los demás, que hemos soportado con estoicismo el bajón físico y, de alguna manera, nos hemos resignado a ver un tipo con entradas y barriguita después de la ducha, quedamos a merced de los elementos.
El hombre hetero del montón, con el que me identifico, está expuesto a cualquier cambio en la dirección de los vientos.
Si hemos tenido hijos, nos tendremos que esforzar en trabajar mucho y en repartir el cariño a partes iguales entre la descendencia y nuestra pareja. Cualquier descomenpensación por arriba o por abajo nos hará pasar por adictos al trabajo, clones de Hommer Simpson, malos amantes o padres consentidores.
Si no tenemos hijos, el reloj biológico se ubicará entre la tele de plasma y el mando de la Wii con forma de Big Ben y nos dará la campanada cada vez que se nos ocurra un plan para el fin de semana o la compra del último gadget.
En el caso de los solteros, quizá sea el momento de analizar por qué los ligues han ido de más a menos, hasta el punto que en las discotecas nos juntamos con jóvenes a los que aburrimos con batallitas y ni siquiera las viejas lobas (con cariño a estos personajes clásicos de la noche) nos lanzan un aullido. Puede que, incluso, sea necesario poner en cuestión nuestra orientación sexual.
Los 35 años para un hombre, digamos la verdad, son jodidos. Es el momento de elegir. O nos lanzamos a una vida loca repleta de aventuras (e infortunios), o damos una alegría a la familia formando una familia nuclear y acertando a la primera con la parejita. Lo que siempre saldrá mal, aunque es una opción legítima, será quedarnos en el limbo de la negación del compromiso sin tampoco atrevernos a soltarnos la melena (o hacernos un implante).
Si optamos por esa malísima tercera opción, podemos inventarnos que nos gusta vivir solos, que nos encanta nuestro trabajo, que somos selectivos con las parejas o que hemos dedicado nuestro futuro a coleccionar palillos de dientes.
Todo, menos engañarnos a nosotros mismos. Eso, os lo aseguro, siempre acaba mal.
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