Lejos de querer exagerar y unirme a la crítica unánime de todo lo nuevo -con más motivo cuando es impopular- tengo que decir que año y medio después de la puesta en marcha del Plan Bolonia, aquí y ahora, esto es, en el edificio viejo de la Universidad de Barcelona, en el Grado de Filología hispánica, la amenaza boloñesa ha conseguido trastocar lo administrativo y no mejorar ni un ápice la calidad de la enseñanza.
Véase un profesor a un libro amarillento pegado, o en su defecto a una pila de tomos. También podría ser que la profesora viene con cuatro folios de apuntes. Es igual. Incluso si llega con ínfulas de enchufar un Power Point didáctico y esclarecedor, la clase es la misma.
El docente se aúpa en su peana, se sienta en la vieja silla y habla y lee, se recoloca las gafas, vuelve a leer y vuelve a hablar. El alumno que quiere levantar la mano, se tiene que esperar a que el discurso circular del profesor agote los neumáticos de la paciencia del alumnado, o la garganta del orador, lo que pase antes.
Algunos toman apuntes; otros abandonan el barco en silencio; algunos aprovechan que llevan un miniordenador para dedicarse a otros menesteres. Al profesor, viejo o nuevo, mujer u hombre, no le preocupa.
Sabe que al final sus discípulos acudirán a formar filas ante su mesa y así será. Supongo que esa escena, no por repetida, debe originar un bienestar ensoñador en una mente que ya hace tiempo dejó Bolonia de camino a las merecidas vacaciones en Tailandia.
Véase un profesor a un libro amarillento pegado, o en su defecto a una pila de tomos. También podría ser que la profesora viene con cuatro folios de apuntes. Es igual. Incluso si llega con ínfulas de enchufar un Power Point didáctico y esclarecedor, la clase es la misma.
El docente se aúpa en su peana, se sienta en la vieja silla y habla y lee, se recoloca las gafas, vuelve a leer y vuelve a hablar. El alumno que quiere levantar la mano, se tiene que esperar a que el discurso circular del profesor agote los neumáticos de la paciencia del alumnado, o la garganta del orador, lo que pase antes.
Algunos toman apuntes; otros abandonan el barco en silencio; algunos aprovechan que llevan un miniordenador para dedicarse a otros menesteres. Al profesor, viejo o nuevo, mujer u hombre, no le preocupa.
Sabe que al final sus discípulos acudirán a formar filas ante su mesa y así será. Supongo que esa escena, no por repetida, debe originar un bienestar ensoñador en una mente que ya hace tiempo dejó Bolonia de camino a las merecidas vacaciones en Tailandia.
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