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Arturo, ese gilipollas tan admirado en el país de los desatinos

Arturo Pérez-Reverte sólo ha escrito un libro decente en su vida, El pintor de batallas. Lo demás está a la altura de un Vázquez Figueroa en ayunas.

Lo que sí que ha hecho don Arturo es utilizar los diarios como escupidera, de modo que el lector ingenuo acaba tragándose la bilis de un tipo, que por muchos libros que venda, presenta las maneras de un matón de pueblo en cada columna que escupe.

Insulta y menosprecia a sus acreedores y tiene la cobardía de hacer ostentación de un repertorio de tacos y exabruptos que él mismo no se atreve a introducir en sus libros. ¿O es que se los escriben como al asqueroso Sánchez Dragó (el que se jacta de practicar la pederastia)?

Mal bicho debe de ser este periodista de sucesos enchufado a la RAE por algún interés mediático. Desde que le dieron la letra de las narices, Pérez-Reverte aspira a convertirse en el progre más gilipollas del escaparate intelectual, con permiso de su siamés, don Juan Manuel de Prada, que hace lo mismo, pero desde el lateral derecho.

Que no se equivoque la Ministra de Cultura; lo de menos es que critique a Moratinos. Lo grave son las formas: una patada en la boca de todos sus aduladores y a su propio ejercicio literario y periodístico.

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