Dicen los sabios e ignorados ancianos, que por estar cerca de la muerte, tienen que saber, a la fuerza, algo más que el resto de los mortales sobre el otro mundo que en el más allá no divierten las tonterías de Halloween. Si acaso toleran tradiciones como la mexicana, siempre que no se convierta en un mero reclamo turístico, pero lo de Halloween exportado a todo el mundo les parece una soplapollez intolerable.
En eso coincidimos los espíritus y yo, aunque me temo que mi preferencia por no usar máscaras ni emborracharme por las discotecas mundanas con una excusa tan peregrina viene marcada más por las costumbres de mi generación que por unas razones éticas.
Pese a todo, me viene muy bien sentirme totalmente desarraigado de esa tradición festiva para cargarme de razón y reflotar valores que, de otra manera, podrían andar ocultos o ahogarse.
Pasarlo bomba la noche de difuntos me parecería bien sin toda la orquestación que acarrea: motivos de muertos, disfraces, etc. Sin embargo, aprovechando la festividad, veo una oportunidad para interesarse por los fenómenos paranormales o simplemente disfrutar de unas sesiones de cine de terror. Al fin y al cabo, esto no puede cabrear a los espíritus, porque es una afición macabra inofensiva y, al menos, no molesta a los vecinos.
En cualquier caso, cuando se te muere alguien querido, si eres creyente, particularmente si eres cristiano, imagino que la noche no te interesa tanto como el día de los difuntos. Y lo que realmente te inspira es acudir a la tumba de tu ser querido y rendirle algún tipo de homenaje.
Personalmente, creencias aparte, no encuentro nada en un cementerio que me atraiga desde el punto de vista emocional en positivo. Creo que he complicado la frase. De otro modo: al visitar la tumba de seres queridos no consigo que afloren en mí los buenos sentimientos que tengo hacia esas personas, ahora muertas, pero infinitamente presentes en mi corazón y mis pensamientos.
Al contrario. En un cementerio detecto dejadez, tristeza, desesperación, injusticia. Todo es muy terrenal y agreste en el camposanto. Prefiero, en lugar de transitar por las callejuelas artificiales y tristes, evocar momentos de felicidad con esas personas y si puedo, incluso visitar lugares que frecuentamos en el pasado y desde allí, o desde otro lugar cualquiera, expresar mi deseo de que se hallen en paz estén donde estén. Y de paso, por qué no, si tienen la manera de lograrlo, que me echen una mano con algún tipo de truco o magia que favorezca a los que intentamos algo con buenas intenciones.
Al contrario que a los saltimbanquis que se disfrazan de momia, a las personas enlutadas o no que riegan las flores más bonitas para sus muertos les guardo todo mi respeto. Este reconocimiento es compatible con la certeza de que no me verán por allí y menos ese día en el que las colas kilométricas me producen todo tipo de sentimientos, excepto los que deseo compartir con mis seres queridos que ya no están entre nosotros.
Por supuesto, no escribiría esto si viviera en los Estados Unidos. Como mucho, podría explorar las formas de subsistencia del paganismo en sociedades tan estrictas en su religiosidad. Y eso me llevaría a escribir una tesis muy aburrida e interesante.
En eso coincidimos los espíritus y yo, aunque me temo que mi preferencia por no usar máscaras ni emborracharme por las discotecas mundanas con una excusa tan peregrina viene marcada más por las costumbres de mi generación que por unas razones éticas.
Pese a todo, me viene muy bien sentirme totalmente desarraigado de esa tradición festiva para cargarme de razón y reflotar valores que, de otra manera, podrían andar ocultos o ahogarse.
Pasarlo bomba la noche de difuntos me parecería bien sin toda la orquestación que acarrea: motivos de muertos, disfraces, etc. Sin embargo, aprovechando la festividad, veo una oportunidad para interesarse por los fenómenos paranormales o simplemente disfrutar de unas sesiones de cine de terror. Al fin y al cabo, esto no puede cabrear a los espíritus, porque es una afición macabra inofensiva y, al menos, no molesta a los vecinos.
En cualquier caso, cuando se te muere alguien querido, si eres creyente, particularmente si eres cristiano, imagino que la noche no te interesa tanto como el día de los difuntos. Y lo que realmente te inspira es acudir a la tumba de tu ser querido y rendirle algún tipo de homenaje.
Personalmente, creencias aparte, no encuentro nada en un cementerio que me atraiga desde el punto de vista emocional en positivo. Creo que he complicado la frase. De otro modo: al visitar la tumba de seres queridos no consigo que afloren en mí los buenos sentimientos que tengo hacia esas personas, ahora muertas, pero infinitamente presentes en mi corazón y mis pensamientos.
Al contrario. En un cementerio detecto dejadez, tristeza, desesperación, injusticia. Todo es muy terrenal y agreste en el camposanto. Prefiero, en lugar de transitar por las callejuelas artificiales y tristes, evocar momentos de felicidad con esas personas y si puedo, incluso visitar lugares que frecuentamos en el pasado y desde allí, o desde otro lugar cualquiera, expresar mi deseo de que se hallen en paz estén donde estén. Y de paso, por qué no, si tienen la manera de lograrlo, que me echen una mano con algún tipo de truco o magia que favorezca a los que intentamos algo con buenas intenciones.
Al contrario que a los saltimbanquis que se disfrazan de momia, a las personas enlutadas o no que riegan las flores más bonitas para sus muertos les guardo todo mi respeto. Este reconocimiento es compatible con la certeza de que no me verán por allí y menos ese día en el que las colas kilométricas me producen todo tipo de sentimientos, excepto los que deseo compartir con mis seres queridos que ya no están entre nosotros.
Por supuesto, no escribiría esto si viviera en los Estados Unidos. Como mucho, podría explorar las formas de subsistencia del paganismo en sociedades tan estrictas en su religiosidad. Y eso me llevaría a escribir una tesis muy aburrida e interesante.
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