Tras a escuchar a Álex de la Iglesia su pacto secreto para
intentar gustar al público a toda costa, entiendo qué es lo que falla en Las
brujas de Zugarramurdi para que no acabe resultando una comedia memorable.
Tiene un principio divertido y gamberro, tanto o más que su emblemática
El día de la bestia, pero empieza demasiado vertiginosa e hilarante para lo que
se avecina después de la segunda mitad del film.
A partir de que los protagonistas,
ese trío calavera (niño incluido) que se reparten fuerza, cerebro y corazón,
repiten visita a la casa de brujas, toda su química queda anulada por el tópico
de la típica mansión gótica y sus brujas de cuento alemán del XIX por más que
en la película se le intente dar la vuelta y, sobre todo, se intente españolizar el subgénero.
La escenita gratuita de Carolina
Bang calentando los ánimos (recurso que ya usó de la Iglesia en Crimen ferpecto
con Kira Miró y que hemos visto en casi todas las películas del landismo y en
absolutamente todas las pelis de universitarios yanquis) y la persecución de
brujas cual zombis (otra vez, sí) suenan a dejà-vu pese a que alguna carcajada
que otra se escucha en la sala de cine, sobre todo gracias a un viejo truco de
Hollywood que subvierte el uso del espacio y que no expongo aquí para no
fastidiar la experiencia al futuro espectador de la película.
El final se parece al típico
despropósito en el que películas de acción (el último Superman, sin ir más
lejos) y comedias alocadas de Hollywood están cayendo una detrás de otra. Es
esa necesidad de acumular personajes, golpes, huidas, piruetas y efectos en un
clímax eterno para acabar, más o menos, como el espectador espera. Se hace
largo el correcalles de los últimos quince minutos, seguramente porque a Álex
de la Iglesia se le ha olvidado que las comedias funcionan mejor por debajo de la
hora y media.
Los mal pensados intuirán que el problema
es que no sabía cómo acabarla y por eso estiró el final como un chicle.
Terminar con la frase anterior me
parece injusto para una película con interpretaciones notables (en especial
Hugo Silva y Terele Pávez) y momentos muy divertidos. Sólo por la primera parte del film
merece la pena el esfuerzo de dejarse media paga en la taquilla. Casi diría que
la primera secuencia es una de las más hilarantes y bien resueltas que he visto
en el manido género de la comedia de acción.
Después, los personajes desbarran, triunfa la estética de
videoclip y cuesta seguir los vaivenes de un aquelarre que se convierte en una
sesión de discoteca.
Y es una pena, porque la rica historia popular de
Zugarramurdi, donde todo evoca al mundo de las brujas, a Inquisición, a magia
negra y a muerte y persecución, queda en un segundo plano.
Podría ser que la sombra de El baile de los vampiros, de
Polanski, se hubiera cernido sobre la imaginación del afamado director y su
reputado guionista. O la taquilla.
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