Intersección entre la Varsovia comunista y la medieval. |
Los polacos parecen resignados a no tener demasiada suerte. Aunque los historiadores llenen las estanterías cada dos por tres con aquellas victorias añejas sobre el imperio otomano y otras escaramuzas poco duraderas. Otros hacen su labor de revisionismo histórico ensalzando la resistencia de Polonia ante las frecuentes invasiones, sobre todo de Rusia, pero me temo que es mayor el fervor romántico que la realidad.
No, no hablaré sobre la masacre de los nazis (unos 700.000 polacos muertos) en el primer país que invadieron, ni sobre el holocausto judío y su impacto en el país: en Varsovia quedan unos 600 actualmente y llegaron a ser 300.000.
Varsovia quedó hecha añicos después de la II Guerra Mundial y casi toda, especialmente su casco histórico, se reconstruyó piedra a piedra. El resto de la arquitectura remite al utilitarismo sobrio pero grandilocuente a la vez, más bien masivo, de la época del comunismo.
Hace muy poco, desde 1989, que en Polonia se goza de un estado de derecho. Y la apariencia de una capital funcional, viva pero mortecina a su vez, es de gozar de una muy regular salud de hierro. Con sus peculiaridades y el gris constante de los edificios demasiado altos y cuadriculados, y con la eterna comparación con la pizpireta Cracovia, capital de los polacos hasta 1596.
Los varsovianos no te miran aunque los observes. Son elegantes y cautelosos incluso cuando ruedan en bicicleta. Te tratan bien si te sientas a una mesa de un bar o si preguntas una dirección por la calle. Pero intuyo que preferirían estar tranquilos y seguir caminando ensimismados o servir lo mismo de siempre a los clientes habituales.
Varsovia sabe poco de explotar sus cualidades turísticas. En Cracovia parecen saberlo todo, aunque tampoco es así. Sin embargo, los cracovianos pasean orgullosos por sus callejas medievales.
Las grandes avenidas de Varsovia, en cambio, siempre parecen desangeladas porque hace falta un regimiento para darle color.
Palacio de cultura, obra soviética, y pivote de los edificios. |
A mí me da la sensación de que los varsovianos tampoco quieren que los turistas de fuera del país llenemos sus calles de flashes y consultas a los planos. Sus mujeres siempre lucen hermosas y elegantísimas, los hombres tienen pinta de ser buena gente (más no puedo decir), y a casi todos se les ve deportistas, atareados pero desconocedores del estrés.
Como en cualquier capital, sobran los pijos y los soberbios. Por desgracia también se palpa la miseria. Pero eso no es nuevo. Ocurre en las mejores familias.
Veo a Polonia cómoda en Europa, aunque todavía tienen que lidiar con la inmigración (demasiado eslavo, poco cromatismo en las pieles) y detener la fuga de cerebros y de mano de obra (sobre todo hacia Alemania y Gran Bretaña).
Varsovia tiene historia a raudales, pero necesita inventar otra forma de contarla: con valentía, sin tantas leyendas y con ánimo de mejorar el mundo.
Un edificio siniestro, como un faro ciego en un mar revuelto, es la estrella polar de una ciudad que va desde la parte neoclásica más evocadora hasta el silencio cautivo del pasado comunista.
Sus parques no tienen nada que envidiar a los de ningún país europeo, su gastronomía se presenta parca pero honesta, completa y económica, y beber cerveza y vodka se ha convertido en una religión a la que es difícil renunciar.
Segismundo, en la ruta real. |
Sobre la importancia de Juan Pablo II no se discute.
Sobre Lech Walessa tampoco.
Quizá los polacos tienen que aprender a mirar hacia delante y más allá. Mejor sin héroes ni demonios. Sólo entonces Varsovia empezará a perfilarse como la ciudad moderna y orgullosa de su insistencia por sobrevivir que merece ser.
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