Si paseas por la calle mayor y te encuentras con un escaparate colorista y atractivo que te fuerza a imaginarte tan elegante como Florentino Pérez o tan bella como Esperanza Aguirre, seguramente estás delante del principal reclamo de una tienda de ropa o de zapatos, que por algún motivo extraño no se consideran ropa.
Por eso (bueno, la conclusión la sacarás después, ahora créeme), quedarse prendado de un escaparate de libros es una experiencia bien distinta.
Si los libros te entran por la cubierta o por los fajines que colorean la portada con chorradas del tipo: "el nuevo Jonathan Franzen", "más excitante que un pasaje esotérico del mejor Dan Brown" o "instant classic", estás errando el tiro, muñeco.
Los grandes libros, la buena literatura en general, incluso los relatos entretenidos sin trampa ni cartón (y esto no incluye el último "El enigma de Gregorio Marañón" o cosas así) te tienen que atrapar por su interior, no por su diseño.
Los libros, como el buen género con el que se hace la ropa de calidad, se tiene que tocar, sobar, desnudar, o si eres más pragmático, chico, ponte a ojearlo mejor que a hojearlo, que es pasar las páginas sin más.
De lo contrario, te llevarás un thriller como quien se lleva unos zapatos de tacón o una camisa estilo camp (que no sé qué es ni me molestaré en averiguarlo), o incluso peor, un libro de poemas como el que se compra un par de calcetines de rombos.
La ropa antes servía para cubrir las miserias de la carne, apaciguar la libido o abrigarte en invierno. Ahora, en nuestro mundo capitalizado, cumple la función de disfrazarte para hacerte pasar por una mejor versión de ti mismo en el plano superficial. O sea, parecer mejor según el criterio de "alguien".
No es que esté en contra de ponerse guapo. Atención, a nadie amarga un helado en verano. Pero hay que ubicar la importancia de ese estado fugaz en su lugar.
El que lee un libro para figurar, montarse una fantasía egocéntrica o deslumbrar al personal... o está loco de remate o tiene que volver a pasar por todo el proceso escolar.
NOTA: Obviamente estoy anticuado, porque esas simpáticas franquicias de ropa made in Cambodia, o donde paguen mal y tarde, han tenido la inesperada ocurrencia de poner en sus escaparates camisetas de algodón de colores, en lo que me parece la maniobra de escaparatismo globalizada más cutre y huraña de la historia.
Por eso (bueno, la conclusión la sacarás después, ahora créeme), quedarse prendado de un escaparate de libros es una experiencia bien distinta.
Si los libros te entran por la cubierta o por los fajines que colorean la portada con chorradas del tipo: "el nuevo Jonathan Franzen", "más excitante que un pasaje esotérico del mejor Dan Brown" o "instant classic", estás errando el tiro, muñeco.
Los grandes libros, la buena literatura en general, incluso los relatos entretenidos sin trampa ni cartón (y esto no incluye el último "El enigma de Gregorio Marañón" o cosas así) te tienen que atrapar por su interior, no por su diseño.
Los libros, como el buen género con el que se hace la ropa de calidad, se tiene que tocar, sobar, desnudar, o si eres más pragmático, chico, ponte a ojearlo mejor que a hojearlo, que es pasar las páginas sin más.
De lo contrario, te llevarás un thriller como quien se lleva unos zapatos de tacón o una camisa estilo camp (que no sé qué es ni me molestaré en averiguarlo), o incluso peor, un libro de poemas como el que se compra un par de calcetines de rombos.
La ropa antes servía para cubrir las miserias de la carne, apaciguar la libido o abrigarte en invierno. Ahora, en nuestro mundo capitalizado, cumple la función de disfrazarte para hacerte pasar por una mejor versión de ti mismo en el plano superficial. O sea, parecer mejor según el criterio de "alguien".
No es que esté en contra de ponerse guapo. Atención, a nadie amarga un helado en verano. Pero hay que ubicar la importancia de ese estado fugaz en su lugar.
El que lee un libro para figurar, montarse una fantasía egocéntrica o deslumbrar al personal... o está loco de remate o tiene que volver a pasar por todo el proceso escolar.
NOTA: Obviamente estoy anticuado, porque esas simpáticas franquicias de ropa made in Cambodia, o donde paguen mal y tarde, han tenido la inesperada ocurrencia de poner en sus escaparates camisetas de algodón de colores, en lo que me parece la maniobra de escaparatismo globalizada más cutre y huraña de la historia.
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