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Mis hijos no irán a la universidad pública española

Esta foto es pura ficción. En Secundaria podría ser real.
El título no miente. Puesto que no tengo descendencia, es más que probable que se cumpla mi aseveración automáticamente.

Sin embargo, si se diera el caso y, dada mi experiencia en tres universidades españolas públicas diferentes, intentaría por todos los medios que mis hijos tuviesen unos estudios superiores que sirvieran para algo.

Hablo de mi experiencia y no cito nombres, ni siquiera las universidades en cuestión, porque no quiero que nadie crea que soy un rencoroso. No busco culpables ni necesito desahogarme: sólo quiero alertar a los futuros estudiantes o a sus padres de que probablemente estén a punto de cometer el error más grave de sus vidas.

Primera licenciatura. Tuve el honor de pertenecer a la primera promoción de una carrera en la que toda la universidad se volcó, aparentemente, porque le daba prestigio y, además, iba a acabar con el desempleo de los estudiantes que se graduaran. Por fin, un proyecto con futuro. Sólo fue una quimera. O una estafa.


Yo la terminé en cuatro años (a tiempo completo y sin trabajar fuera, claro) y tengo que decir que aprendí más en mi semestre en una universidad londinense de segunda clase que en los cuatro años que duró la licenciatura.

Hay varios motivos, pero el principal es que prácticamente todas las asignaturas eran teóricas y, aparte, había una vergonzosa disputa por parte de las distintas facultades, como si fueran reinos de taifas, por acaparar créditos. En informática aplicada a la traducción, por ejemplo, nos enseñaron la definición de ratón, teclado, etc. y una de las prácticas fue copiar y pegar frases en un documento. En otra asignatura, un profesor leía un libro antiguo sobre fichas y conceptos de biblioteconomía. Los alumnos copiábamos como posesos. El profesor nunca aceptó darnos la referencia del dichoso libro. Ni siquiera aceptó dictar más despacio.

En general, pasábamos una media de seis horas al día allí, a veces sin interrupción, y la sensación de aprender algo provechoso se daba en ocasiones contadas hasta el punto de que ni siquiera el profesor entendía para qué servía su asignatura y, por desgracia, el que sabía de lo que hablaba estaba pluriempleado y nos trataba como números de matrícula.

El último dato: el porcentaje de traductores licenciados de mi promoción que hoy en día ejercen en algo parecido a traducir o interpretar debe rondar el diez por ciento. Y creo que exagero.

A esperar a que el profesor siga con su perorata.
Segunda experiencia. Un máster online de escritura de guiones. Constaba de varios módulos. Y como siempre ocurre con las universidades públicas españolas, los dados de la suerte te asignaban un profesor magnífico, uno aceptable o un patatón mediocre, prepotente y demasiado ocupado siempre como para ayudar.

Tuve suerte al principio, pero conforme se acercaba el final del máster... la calidad de los docentes cayó en picado. Y al final, me tocó el incompetente. Seguramente cobraba muy poco y tenía que ganarse la vida trabajando en otras cosas. El problema principal es que ese individuo y no otro supervisaba el proyecto final, el guión de un largometraje. Como no nos daba apenas indicaciones y corregía poco y bastante azarosamente el trabajo, que era en grupo, acabó en un mendrugo y a día de hoy ninguno de los tres componentes se ha atrevido siquiera a intentar vender el proyecto. Es lo mejor. No vale un pimiento.

Tercera experiencia. Esta vez en modo presencial y en una de las universidades más prestigiosas de España. Pues bien, aquí ya he visto de todo:

-becarios y profesores asociados que se matan a trabajar por unos 400 euros al mes y que acaban de patitas en la calle a la mínima.

-catedráticos que dan la mitad de las clases (llegan tarde y se van antes) con unos apuntes amarillentos y tratan a los alumnos como plebeyos incultos. Algunos se niegan a responder preguntas y su método pedagógico es tan elaborado como soltar un rollo monótono hasta que se cansan y se van.

-profesores a punto de jubilarse que entran a clase como si el aula se les viniera encima porque no tienen ningún estímulo. Suelen saber mucho, pero no se esfuerzan en transmitir. Algunos son entrañables y grandes personas, pero no hablamos de ese tema.

Aparte, las banquetas en las que te sientas son aparatos de tortura. La acústica es semejante a cantar un falsete a través de un tubo de plomo. Existe un campus online que casi ningún profesor sabe utilizar. Las ausencias y bajas son frecuentes, algunas sin avisar de antemano (la mayoría). Las revisiones de exámenes son monólogos y nadie te informa de nada, por ejemplo, de la posibilidad de recurrir una nota. Las colas en secretaría, infinitas. Y por medio curso, para colmo, he tenido que pagar 1.500 euros, ya que me aplican un sobrecargo del 40 por ciento por querer estudiar una segunda licenciatura.

Para colmo, los números dicen, o dicen que los números dicen que realmente estamos pagando sólo un 30 por ciento de lo que cuestan los servicios universitarios. ¿Será por los 400 euros que cobran los profesores asociados, que muchas veces cargan con las asignaturas más adustas y que nadie quiere? ¿Será por la botella de agua, a un euro? ¿O por el servicio de fotocopiadoras que siempre está cerrado y ocupa unos diez metros cuadrados?

Creo que más bien se trata de que alguien, más de uno y de veinte, debe de cobrar de cinco a seis mil euros al mes, y resto del presupuesto se va en viajes, banquetes y fiestas de alto nivel. Porque, no lo dudéis, los profesores más reputados han visto medio mundo. Siempre de congreso en congreso. Y si hay clases de por medio se anulan y punto.

Si la universidad está subvencionada en un 70 por ciento y los servicios que recibimos son deficientes, ¿en qué narices se gastan el dinero? En los sueldos de los profesores que se lo trabajan con ahínco, no. ¿Entonces?

Algo huele a podrido en las universidades públicas. Por supuesto, este artículo comete dos pecados graves:

1) Generalizar es injusto. Siempre. Aunque las informaciones que tengo de otras universidades no mejoran mi percepción. Y a pesar de los buenos profesionales que también me he cruzado en mi vida universitaria. Una minoría. Lo siento, pero es así.

2) Precisamente, hablo de mis experiencias, aunque suelo recabar información de otros estudiantes y otros centros, como he dicho. Además, hay indicadores supuestamente objetivos y en ninguno de ellos las universidades españolas salen demasiado bien paradas. Según este estudio, la mejor universidad española está en el puesto 73 y la segunda, la 132. Hablamos del mundo. En Europa, la primera ocupa el puesto 11, pero la segunda ya pasa del puesto número 30. Es un resultado pobre.

De todas maneras, aquí vine a hablaros de mi experiencia personal. Los indicadores se especializan en factores muy diversos. Algunos dan prioridad a la investigación, otros a los resultados académicos, etc. Me temo que puede haber un ranking promocionado por las universidades punteras del mundo para que sus centros salgan en los primeros puestos. A fin de cuentas, es el riesgo de la educación privada: todo vale con tal de hacer negocio.

Por una vez, y sin que sirva de precedente, quiero que mis hijos salgan bien preparados si es que van a dedicar cuatro o cinco años de su vida a dar de comer a ese microcosmos de urbanidad, buenas costumbres y oscurantismo económico al que llamamos universidad.

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