Se ha dispuesto, desde hace ya varias décadas, que por
virtud de la estética de la recepción, peligrosamente emparejada con el
relativismo, que hay tantas lecturas posibles de un texto como lectores.
Por tanto, entiendo yo que se podrían escribir tantas
historias de la literatura como estudiosos y recetar tantos libros de una
literatura, dentro de su subgrupo literario, como críticos literarios.
Estas teorías, fundadas en la idea de la multiplicidad de
variables en torno al actor de leer un libro, desde la polisemia de los
significantes hasta la impenetrable individualidad del lector, nos arrojan, no
sé si sin querer, al caos sublime de la cosmovisión y, desde tan privilegiado
como ignoto mirador a dos salidas, sólo dos, ¿la literatura difiere por azar o
por unas leyes que no acabamos de entender?
Pisando tierra firme, me desdigo de mi anterior artículo
(bórrenlo de Internet si pueden, porque a mí me gusta presumir de incoherente)
y ahora digo que hay infinitas literaturas o no hay ninguna, toda es la misma,
que evoluciona según la oportunidad, que suele ser el autor.
Dejar en manos del lector el mérito o demérito literario me
parece una irresponsabilidad. Considero que darle la llave del disfrute ya es
suficiente. Que el lector opine si un libro es mortal de aburrido, o engaña
desde el primer párrafo, o mana sabroso como el agua de la montaña, eso sí,
pero dejarle el peso de enjuiciar con herramientas de las que no dispone el
valor literario de una obra me parece un sinsentido.
Con esto no digo que cada intento de canon tenga que ser
recibido con vítores y, posteriormente, convenga canonizar al canonista. Al
contrario. Todos los estudios literarios han de partir de la premisa de que
quedarán incompletos, que serán otros los que añadirán o restarán ladrillos.
Un ejemplo práctico: hace unas semanas leía en un importante
suplemento literario una crítica que ensalzaba las virtudes de un libro tan
sospechoso de caer en el saco de la mala literatura como La vida iba en serio,
del feriante Jorge Javier Vázquez. EL reseñista no es sospechoso de no conocer
su oficio. Se trata de un erudito, a menudo provocador, pero siempre trabajador
y serio. Nada menos que Jordi Gracia.
Ahora bien, ¿significa esto que el resto de críticos
literarios que han ninguneado la novela del presentador mediático han pecado de
prejuiciosos? ¿Acaso podemos adelantar que Jorge Javier Vázquez se convertirá
en un autor de prestigio? ¿Deberíamos revisar a fondo el concepto base por el
que todo libro orquestado como un bestseller debe de ser poco más que un
pasatiempos?
Evidentemente, la industria del libro, ese conglomerado que
capitanean los editores y que forman piña con libreros y público, distingue
entre dos tipos de literatura: la que creen que venderá muchos ejemplares
independientemente de su calidad, y la que es buena independientemente de lo
que venda.
Combinaciones posibles: casi todas. Libros que se supone que
tienen calidad y que aburren a los críticos y nunca llegan al lector, porque
considera que está por encima de sus posibilidades intelectuales; bestsellers
que van calando en los críticos hasta que uno se atreve a declarar que es un
gran libro y de repente deja de vender; libros considerados de culto desde su
primera edición que sólo parecen interesar a los críticos; bestsellers
inesperados para la industria, etc.
Lejos de abrumarme esta pintura caótica del panorama,
considero que ahora como nunca podemos aprovechar los vasos comunicantes para
pasar de crítico a lector ocasional buscándole la cuarta dimensión a los
textos, de manera que uno pueda expresar qué sensaciones le llegan de una lectura
diáfana, y, por otro lado, qué lugar ocuparía entre nuestro bagaje literario
una obra determinada.
Libres debemos ser, al fin y al cabo, con la literatura, que
no es ciencia ni debería pretenderlo, aunque tampoco, desde luego, es una crema
antiarrugas milagrosa que se fabrica en un laboratorio.
Sin embargo, este sentimiento no solucionará el caos
aparente sobre la calidad literaria. Propongo, se vea como un paso atrás o no,
la participación activa del autor. Su criterio no cambiará el parecer de
críticos ni lectores, pero creo que obviar lo mucho que puede aportar sobre su
propia obra es uno de los lujos que no nos podemos permitir si queremos avanzar
en la búsqueda de esa quimera que es cada libro en busca de una centella para
el alma, ¿o sólo para el cerebro?
Comentarios
Hay tantos lectores como lecturas, pero eso no significa que todas ellas sean correctas, buenas o adecuadas y no me parece que la estética de la recepción vaya por esa senda sino hacia una revaloración del proceso de lectura como momento de actualización del hecho literario. He dicho :DDDD