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El furor del bufón


Desde hace unos años no he podido ser impermeable a la moda de los espectáculos de monologuistas, esas sesiones que solían ser económicas y que suelen todavía consistir en la irrupción solitaria de un señor (pocas mujeres aún) que habla intercalando chistes, gags y, en ocasiones, se hace acompañar de música e incluso se atreve a cantar sus gracias.

La verdad es que la mayoría de estos monologuistas parecen haberse sacado el diploma en la misma academia, o quizá es que revisan las actuaciones de sus colegas en Paramount Comedy y se acaban copiando unos a otros. El regusto de sus actuaciones puede resultar más o menos simpático, pero jamás ofende a nadie. Lo peor de todo es que salvo excepciones (por arriba, Berto Romero o Luis Piedrahita; por abajo, Ignatius) resulta casi imposible distinguir a unos de otros.


Lo de Leo Bassi no es un monólogo al uso. Tampoco es teatro, y doy fe de que actúa. Ni un mitin político divertido, aunque lo parezca por momentos. Es circo también (de familia le viene). Y, sobre todo, provocación.

Vaya por delante que a mí el señor Bassi me cae gordo. En general, todo aquel que habla desde el púlpito de la verdad me parece sospechoso. Y cuando alguien popular y rico se pasa al activismo de izquierdas de boquilla directamente me repugna. Llamadme envidioso, purista, reaccionario e incluso elitista. No lo puedo evitar.

Sin embargo, hay que reconocerle varios méritos a Leo Bassi. En primer lugar, no pide el oro y el moro a los empresarios que lo contratan. También es cierto que le conviene que su público no esté entre la clase boyante. A pesar de contar con un público favorable, de esta clase media baja progre a la que se dirige, el artista consigue apabullar al más pintado en una burla constante a los poderes dando nombres y apellidos y ofreciendo detalles culturamente relevantes sin dejar que su montaje decaiga.

Un ejemplo, llama Francolandia al Valle de los caídos (y lo demuestra), interpreta la Biblia de manera muy convicente y, en el caso del último espectáculo en Barcelona (lo vi hasta con tres títulos distintos, así que no me atreveré a dar uno) dispara directamente a las marcas afincadas en España, Europa y el mundo occidental que esclavizan a los trabajadores, digamos de Bangladesh, y escenifica su rechazo de forma eficaz y ocurrente.

Puede que no consiga que nos interesemos por la procedencia de la ropa que compramos, pero creo que cualquiera de los que asistió a su función tardará unas semanas en volver a entrar en un establecimiento Mango.

Al principio del show, nada hace presagiar el castillo de fuegos artificiales final. Empieza lento con un verdadero monólogo más o menos autobiográfico, pero está poniendo los cimientos porque su espectáculo dura más de hora y media y, muy seguro de sí mismo, camina por terreno abonado, sabedor de que alcanzará la vorágine total.

Sus finales son apoteósicos y esta vez, aunque repitió el formato multitudinario en plena calle, no fue una excepción. ¿He dicho pato gigante sobre el público? Pues sí, para restarle seriedad al momento inmediatamente anterior. Y le salió perfecta la jugada.

En conjunto, la obra, o lo que sea, resulta light  como llamada al despertar de las conciencias, pero como comedia-denuncia funciona a las mil maravillas. Y lo que hace Bassi es espectáculo. Ni política ni clases de ética. Diversión, evasión, pero con una base teórica clara antisistema (y por tanto indeterminada, demagógica, pero también humanista y necesaria).

A Leo Bassi no sólo se le calienta la lengua. Poco a poco va llevando su show al terreno de lo físico y ese señor con pinta de banquero orondo resulta estar en plena forma.

La gente aplaude y grita enfebrecida cuando Leo Bassi alarga el clímax final con la enésima sorpresa y, sobre todo, se sorprende porque lo da todo e incluso va más allá.

Yo, que he visto tantos señores repitiendo chistes sobre la abeja Maya y lo pesadas que son las madres sin moverse de un taburete y dándole buenos lengüetazos a su gin-tonic, necesitaba ver sudar a un showman. Leo Bassi se deja la piel literalmente. En cuanto a su discurso, ¿me lo creo fuera del escenario? Es decir, ¿lo considero un militante de la izquierda que echo de menos en el tablao político?

A pesar de que su potentísimo mensaje me lleve a esta reflexión, creo que es lo de menos. Aunque es de recibo reconocerle algún mérito, más allá de las sospechas de hacerse propaganda, y me refiero al mapa online sobre la corrupción que fomentó hace unos años y fue un rotundo éxito (o fracaso, según se mire). Ahora bien, lo de su iglesia patólica no presenta visos de hacer Historia. En cambio, sus espectáculos merecen la pena si lo que se valora es formar parte de una maquinaria cómica que transgrede el buen gusto y se mete lo políticamente correcto por el culo.

Lástima que al final Bassi sufra tanto, porque hace por su público lo que critica en la tradición judeocristiana: el sacrificio y la expiación. Pero, el final, casi bíblico, insisto una vez más, merece la pena.

Una última recomendación: PP, PSOE, ojo con los bufones. En Italia ya hay uno que ha dado el golpe democrático. Y aquí tenemos muy buenos payasos, tanto oriundos como extranjeros. No sé si Leo Bassi es el mejor, pero tiene poca competencia con figuras como Pepe Rubianes en el otro mundo. Y lo sabe.

NOTA: Leo Bassi tuvos sus más y sus menos con un técnico de luces y sonidos que incluso tuvo que salir al escenario a despejar el atrezzo porque sólo había un chico encargado de estos menesteres. Un detalle feo y poco profesional por ambas partes (uno porque no daba con la música adecuada y el otro, porque se puso hecho una fiera), pero ¿se le puede pedir más a un espectáculo que costaba entre ocho y doce euros?

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