Cuando examino la Historia, me
sorprendo muy enfadado con el destino de los oprimidos. Normalmente,
los grandes ensayos, y ya no digamos los manuales, dedican a los
oprimidos de cada época significativa una frase general. A veces ni
eso. Se deduce de lo estudiado, pero no se atiende a la historia singular de aquellos pobres aplastados bajo el yugo del poder.
En ocasiones, se resaltan los pocos
ejemplos de insurrecciones notables y como no se ha prestado atención
a los defenestrados anteriormente, sucede que el cerebro humano cree
que los pocos oprimidos que existieron supieron, más tarde que
temprano, sublevarse ante la tiranía.
Así, ponemos al mismo nivel
emperadores crueles con Espartaco, que sólo fue uno; reyes
despóticos con la revolución francesa, que sólo ocurrió una vez,
etc.
En particular, cuando descubro esta
trampa del intelecto y observo el mapa de los muchos débiles
desconocidos con sus poquísimos ejemplos de rebeldías, me sofoco:
¿por qué no se rebelaron con más frecuencia?
Y me ciega la indignación más por la
pasividad de los sometidos que por la desfachatez de los opresores.
Incluso me he visto sulfurado y convencido de que los oprimidos
fueron tontos, porque eran muchos más y no fueron capaces de abolir
la esclavitud a tiempo ni dinamitar el sistema feudal ni tantas otras
cosas negativas e innecesarias.
Sin embargo, las víctimas del abuso,
ese noventa y pico por ciento de la sociedad de todas las eras
históricas, nunca tuvo tantas herramientas como en la actualidad
para enarbolar la bandera de la libertad.
Cuando observo a la gente desde un banco del parque descubro centenares
de personas esclavos del trabajo mal remunerado, poco gratificante,
agotador y con unos horarios que no permiten disfrutar de lo único
que posee el ser humano: la vida.
Los sin trabajo, sin hogar, sin amor y
sin salud, los que no tienen esperanzas ni siquiera de formar parte
de esa rueda teledirigida que es el trabajar para consumir, me
provocan una reacción más furibunda contra los que gozan de salud,
educación y recursos para salir de la rueda.
No es razonable que una persona se
dedique a trabajar en actividades vacías de contenido en una
sociedad que produce excedentes de alimentos y medicamentos para
conseguir metas inalcanzables y vacuas mientras más de la mitad de
la humanidad se muere en las hambrunas y enfermedades.
En Occidente, cualquiera puede comprar
semillas y animales de corral, pero no lo hacen porque tienen que
trabajar para pagar una vivienda y atender a mil caprichos como un
coche nuevo. Pero unos cientos de kilómetros más al sur, los niños
huelen a pocilga, no van al colegio y apenas tienen donde
pellizcarles.
Mientras tanto, en Occidente la riqueza
de un país viene determinada por unas gráficas que dependen de unos
señores que especulan sin parar, sólo atentos a amasar más dinero
del que los ricos que se juegan las ganancias facilitadas por sus
trabajadores necesitarán nunca.
Pido a la gente sensata que se aleje de
la especulación, que abomine de las expectativas materialistas y que
pida un reparto equitativo de los bienes que proporciona el sistema
productivo, principalmente los procedentes de la naturaleza.
Cuando observo a un niño africano
desnutrido darle patadas a un balón con el equipaje de una marca
deportiva millonaria se me pone la piel de gallina.
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