Cercábamos las calles empedradas que transportaban el aroma
de las plantas e íbamos de la mano en busca de otros olores, no menos furtivos,
los de una buena paella con marisco, un pescado, algo que supiera a mar.
Y el calor nos obligaba a elegir siempre la vereda de la
izquierda y ganando cada palmo de sombra íbamos recorriendo el laberinto del
casco viejo alrededor de un castillo que sólo se dejaba ver en lo alto de las
plazas o de una pequeña explanada que ardía bajo el sol.
Es más bonito recordarlo que vivirlo con la ropa pegada al
cuerpo por el sudor. Por eso, sin saberlo, dimos fin a nuestra felicidad futura
bajando de la escalera de caracol que eran y son aquellas calles antiguas y tórridas.
Sabíamos que las calles nuevas y sus restaurantes de quita y
pon nos negarían la sensación de
llevarnos la brisa y el salitre al paladar.
Pero, decenas de turistas no podían estar equivocados, y con
cuánta alegría se sentaban en cualquier terraza a la espera de cualquier menú
de microondas sin que la sospecha de perderse algo superior rondara por sus sonrisas y aquellas pupilas llenas de luz.
Quisimos ser como ellos y nos detuvimos cerca del puerto en
un restaurante de ésos en los que los camareros van uniformados, pero no les luce la ropa a medida. Si te fijas, tienen la piel de la cara salpicada de manchas de sufrimiento.
De aquello no hablamos, porque la chica que nos atendió parecía muy simpática y ya sabes que los empleados que te sonríen con todo el rostro me encandilan.
Pedimos el menú y, de milagro, estaba bueno.
Luego, para no ser menos nos hicimos una foto junto a un
playmobil gigante en una plaza que yo te había descrito como un remanso
maravilloso y que ahora es un conjunto de terrazas muy teatrales.
Después emprendimos el camino hacia un pub que servía cócteles tropicales aunque ni tú ni yo,
estoy seguro, nos dejamos engañar ni por un instante.
NOTA: La foto pertenece a Maymonides
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