Ali G anda suelto, excepto en el Reino
Unido y precedido por su éxito televisivo, pasó sin pena ni gloria.
Borat arrancó las telarañas del documental humorístico y puso en
solfa a Michael Moore e imitadores. Brüno quiso rematar el mismo
cadáver y el tiro acabó removiendo la casquería. En ésas andamos
cuando llega El dictador a lomos de una de esas campañas que desde
la sombra calan en el espectador: “te vas a partir de risa”, “tan
irreverente como Borat” e incluso palabras de algún crítico de
cine trasnochado que la compara con El gran dictador.
Con las expectativas tan altas y la
necesidad imperiosa de escapar de una realidad cruel, la decepción
recorre las numerosas salas de cine que estrenan El dictador.
No seré yo quien la defienda. Una
película no debe juzgarse por su campaña de marketing, pero tampoco
puede desentenderse alegremente de su dimensión mediática.
Digamos
que en circunstancias normales este film habría pasado directamente
a las estanterías de los pocos videoclubs que resisten. Quizá,
incluso, se habría convertido en una obra de culto. Sin embargo, se
ha vendido como el blockbuster del verano y el resultado ha sido como
pasar una de Bud Spencer y Terence Hill en pleno siglo XXI. O, si
prefieren una comparación más moderna, estrenar una versión
dramatizada de Jackass.Sólo Esteso o Pajares lo habrían hecho mejor. |
Lo cierto es que El dictador cuenta con
media docena de gags hilarantes. Algunos incluso pueden calificarse
de subversivos, pero sólo unos pocos caben dentro del cofre del
humor inteligente. La mayoría ni siquiera hace gracia. A quien no le
divierta Jackass, se entiende.
Molesta sobre todo la historia que
envuelve al conjunto de momentos supuestamente divertidos. ¿Por qué
cuatro guionistas? ¿Para qué embutir los gags dentro de una trama
descabellada si no hay por dónde cogerla? Incluso El principe de
Zamunda tiene más sentido. Ojo con los que le vendan la moto de que
Larry Charles, el realizador, pretende dinamitar el esquema de las
comedias de Hollywood. Es como asegurar que mis horribles tortillas
de patata quieren revolucionar la gastronomía mundial.
En cuanto a eso de la irreverencia del
humor, nada que objetar si no fuera porque en El dictador, más que
en las anteriores películas comentadas al principio, se confunde la
irreverencia con el mal gusto, la socorrida escatalogía y el humor
con olor a sobaco y a entrepierna.
La sensación que queda es que la sempiterna versión de El príncipe y el mendigo y el pez fuera del agua podría haber dado de más dándole protagonismo al falso Aladeen que, por momentos, produce un contraste refrescante.
No se me ocurre otra manera de
disfrutar de esta película que tras una solana de mil pares de
demonios, una paella de la sección de congelados y una sangría en
tetrabrick. En estas condiciones, incluso podrán ver a Charles
Chaplin donde sólo está Sacha Baron Cohen, una barba de todo a 100
y su brillante discurso de menos de un minuto.
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