A veces, cuando descubro esos anuncios hechos con cincuenta planos en veinte segundos o las escenas de acción de una película rodadas con cuatro cámaras a la vez, me pregunto si esa necesidad de pasarnos el mensaje bien troceado, mezclado y a toda velocidad no obedecerá a un plan secreto para exterminarnos.
Me imagino que en los albores del siglo XX, cuando surgían cientos de inventos en los diarios, alguien debió de pensar que los hombres y mujeres del siglo XXI obtendríamos una mejora en nuestra calidad de vida.
Se supone que para eso servía el progreso. Por eso a nadie le gusta quedarse alejarse de esa palabra, estropeada por la política y que la lengua no ha conseguido enmendar. Se puede ser progresista, o pretenderlo, pero ¿qué adjetivo describe al amante del progreso? No lo hay.
De todas maneras, el tema central de mi preocupación es que las innovaciones que se dan hoy en día parecen sólo centradas en una inmediatez más perversa de lo que pensamos. Se trata de acelerar los procesos por los que nuestra percepción de la realidad cambia. No de cambiar la realidad.
El vídeo que ayudó para que Río de Janeiro obtuviera las Olimpiadas del 2016 arrasó como un ciclón, pero la violencia y la pobreza que nace en el corazón de las favelas sigue extendiéndose y no creo que el deporte lo solucione, si acaso lo maquillará, como en Pequín.
El pasado domingo, los noticiarios se empeñaban en mostrar por medio de imágenes bien manipuladas que los miembros del G7 se habían quedado sin vacaciones para arreglar una crisis que ellos mismos se han inventado. En la televisión se veía a Obama, Berlusconi, Merkel, etc. paseando por una calles de vete a saber dónde y cuándo y, luego, figurando en una foto con el logo G8 como fondo y un lema en francés. Al poco de desaparecer la noticia, el rótulo de la pantalla indicaba que el G7 había mantenido contactos telefónicos. ¿Se puede ser más manipulador?
Después, la nota de intriga, de horror para los inversores, la ponía el informe de Standar&Poor's (tiene guasa el nombre), una de esas agencias que apuntan cuando las entidades o los países (otro tipo de entidades más complejas) gozan de mala salud económica. Según dicha agencia, Estados Unidos había perdido la triple A, por primera vez desde la II Guerra Mundial. Claro: unir todos esos conceptos en una misma frase “fracaso, Estados Unidos y II Guerra Mundial” puede destrozar al más optimista.
Al cabo de unos segundos, el Telediario mostraba a los israelíes movilizándose por una mejor calidad de vida y el locutor español le ponía la etiqueta de “indignados”, cuando hasta el domingo yo pensaba que los indignados de toda España tenían aspiraciones más universales que un fajo de billetes más al mes.
Dudo, desde luego, de que a los israelíes sólo les importe la pasta. Otro ejemplo de manipulación.
En realidad, el movimiento de la indignación es ya una realidad global en todos aquellos países en los que uno se puede manifestar sin que lo asesinen impunemente (de paso, sirve para recordarnos que no en todos los sitios sucede así). Cada vez observo con más claridad una dualidad de factores estrechamente unidas: la sociedad sabe, ya no sospecha, que sus dirigentes les están tomando el pelo. Además la gente se ha desembarazado de las consignas patrioteras e incluso seudocomunistas de arrimar al hombro e influencias posmodernas muy perversas como las huelgas a la japonesa. Tiene sentido: ya no trabajamos para nosotros, sino para ellos, aunque digan representarnos. Por tanto, son ellos los que tienen que arrimar el hombro y demostrarnos que merece la pena que nos pasemos la vida malviviendo en trabajos de mala muerte.
¿Y quiénes son ellos? Sobre esta cuestión hay demasiadas respuestas, la mayoría acertadas: los dirigentes políticos, los bancos, los grandes inversores, etc.
En el fondo, ilustrados y analfabetos han comprendido que ganar unas elecciones sólo justifica la presencia de los elegidos en unos órganos del Estado. El privilegio de ganarse el respeto de un pueblo y, sobre todo, la validez moral de sus acciones futuras no se refrendan con ninguna elección sino con un paquete de acciones justas sustentadas por un fondo ideológico en el que la manipulación ideológica no se considere una estrategia válida.
En llano: los políticos no deben sentirse ganadores si salen elegidos en un referéndum, sino responsables.
Me imagino que en los albores del siglo XX, cuando surgían cientos de inventos en los diarios, alguien debió de pensar que los hombres y mujeres del siglo XXI obtendríamos una mejora en nuestra calidad de vida.
Se supone que para eso servía el progreso. Por eso a nadie le gusta quedarse alejarse de esa palabra, estropeada por la política y que la lengua no ha conseguido enmendar. Se puede ser progresista, o pretenderlo, pero ¿qué adjetivo describe al amante del progreso? No lo hay.
De todas maneras, el tema central de mi preocupación es que las innovaciones que se dan hoy en día parecen sólo centradas en una inmediatez más perversa de lo que pensamos. Se trata de acelerar los procesos por los que nuestra percepción de la realidad cambia. No de cambiar la realidad.
El vídeo que ayudó para que Río de Janeiro obtuviera las Olimpiadas del 2016 arrasó como un ciclón, pero la violencia y la pobreza que nace en el corazón de las favelas sigue extendiéndose y no creo que el deporte lo solucione, si acaso lo maquillará, como en Pequín.
El pasado domingo, los noticiarios se empeñaban en mostrar por medio de imágenes bien manipuladas que los miembros del G7 se habían quedado sin vacaciones para arreglar una crisis que ellos mismos se han inventado. En la televisión se veía a Obama, Berlusconi, Merkel, etc. paseando por una calles de vete a saber dónde y cuándo y, luego, figurando en una foto con el logo G8 como fondo y un lema en francés. Al poco de desaparecer la noticia, el rótulo de la pantalla indicaba que el G7 había mantenido contactos telefónicos. ¿Se puede ser más manipulador?
Después, la nota de intriga, de horror para los inversores, la ponía el informe de Standar&Poor's (tiene guasa el nombre), una de esas agencias que apuntan cuando las entidades o los países (otro tipo de entidades más complejas) gozan de mala salud económica. Según dicha agencia, Estados Unidos había perdido la triple A, por primera vez desde la II Guerra Mundial. Claro: unir todos esos conceptos en una misma frase “fracaso, Estados Unidos y II Guerra Mundial” puede destrozar al más optimista.
Al cabo de unos segundos, el Telediario mostraba a los israelíes movilizándose por una mejor calidad de vida y el locutor español le ponía la etiqueta de “indignados”, cuando hasta el domingo yo pensaba que los indignados de toda España tenían aspiraciones más universales que un fajo de billetes más al mes.
Dudo, desde luego, de que a los israelíes sólo les importe la pasta. Otro ejemplo de manipulación.
En realidad, el movimiento de la indignación es ya una realidad global en todos aquellos países en los que uno se puede manifestar sin que lo asesinen impunemente (de paso, sirve para recordarnos que no en todos los sitios sucede así). Cada vez observo con más claridad una dualidad de factores estrechamente unidas: la sociedad sabe, ya no sospecha, que sus dirigentes les están tomando el pelo. Además la gente se ha desembarazado de las consignas patrioteras e incluso seudocomunistas de arrimar al hombro e influencias posmodernas muy perversas como las huelgas a la japonesa. Tiene sentido: ya no trabajamos para nosotros, sino para ellos, aunque digan representarnos. Por tanto, son ellos los que tienen que arrimar el hombro y demostrarnos que merece la pena que nos pasemos la vida malviviendo en trabajos de mala muerte.
¿Y quiénes son ellos? Sobre esta cuestión hay demasiadas respuestas, la mayoría acertadas: los dirigentes políticos, los bancos, los grandes inversores, etc.
En el fondo, ilustrados y analfabetos han comprendido que ganar unas elecciones sólo justifica la presencia de los elegidos en unos órganos del Estado. El privilegio de ganarse el respeto de un pueblo y, sobre todo, la validez moral de sus acciones futuras no se refrendan con ninguna elección sino con un paquete de acciones justas sustentadas por un fondo ideológico en el que la manipulación ideológica no se considere una estrategia válida.
En llano: los políticos no deben sentirse ganadores si salen elegidos en un referéndum, sino responsables.
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