El verano es otra cosa en Vitoria. El sol se agradece porque no te lastima y el frío del invierno se transforma en el fresco necesario para que las tardes transcurran largas, sin ninguna limitación, por las calles, sus parques, o cualquiera de sus cientos de bares, cafeterías y tabernas.
A la hora de comer, uno se da de bruces contra la realidad: lo de los pinchos vascos debe de ser una leyenda. Luego descubres que es más bien un secreto a voces. Pregunta a cualquiera de los gazteiztarras y te dirán dónde tienes que ir. Claro que la mayoría te dirán que el País Vasco es mayor de lo que te imaginas y que quizá harías mejor en buscar en Donosti o más allá.
No pasa nada. Sobran los restaurantes. Lo que ya no está tan claro es que abunden los que te ofrecen un menú a prueba de crisis (por debajo de los diez euros), casi imposible que por ese precio encuentres calidad, tradición e innovación y ya es una quimera encontrar lo mejor de la cocina vasca y la gallega en su variedad de platos. O tal vez no. El mesón Ourense cumple con los anteriores requisitos. Yo creo que los ha inventado.
Ubicado en un alto en el camino de los turistas y vecinos, en la Plaza de la fuente de los patos, por la parte baja del casco viejo, ni su fachada ni su modesta pizarra hacen justicia a lo que te espera en el interior.
Ya dentro, la decoración es austera pero acogedora. Un pequeño comedor en la planta baja y otro mayor arriba para cuando se reúnen los parroquianos y las celebraciones. Más bien para que no se mezclen, porque hay toda una legión de clientes habituales que van a comer diariamente al restaurante Ourense, como si fuera su casa. Quizá no les interese propagar el secreto. Desde luego que es complicado imaginar un restaurante que sirva menús sin aburrir a su clientela. Pues aquí lo consiguen.
Invitados por el hijo de la dueña, ante nuestros ojos empiezan a desfilar abundantes muestras de lo que allí se cocina. Lástima que no seamos muy aficionados al pescado, porque la camarera nos ofrece una guía oceánica.
Enseguida, y sin desatender al resto de comensales, la diligente camarera nos sirve una tabla de pulpo a la gallega. Mira que los habré probado veces. En mis viajes a Galicia nunca faltan. Y siempre les hemos encontrado algún pero: más o menos blando, menos salado, etc. Aquí sabe perfecto: ni duro ni blando, con su punto de sal y el picante justo.
A continuación nos deleitan con una ración de lasaña fría. Preciosa a la vista y refrescante al gusto: la consistencia de una lasaña envuelve la más rica de las ensaladillas.
Los chipirones en su tinta servirían como prueba en un juicio contra todos los productores de conserva de este plato, que en el Ourense saben a Galicia en el corazón de Álava.
A mí que no me gustan demasiado las brochetas, me sorprende no ver ni un ápice de grasa en su carne y pronto me veo relamiendo la madera en busca de algún trozo de verdura a la brasa, que devoro sin compasión.
De remate, unas vieiras rellenas que te dejan con la satisfacción de haber vencido el mal recuerdo de los tigres de los bares de tapeo, esos insufribles mejunjes pringosos que ya no vas a probar más.
El postre tiene también diversas formas, y prueba de que no quito ni pongo nada en esta (soy consciente) entusiasta reseña es que no consigo recordar el nombre de una especie de natilla, pero tan superior a ésta que ya me avergüenzo de no telefonear a Luis y preguntarle. Ya tienes con qué recompensarme si te gusta tanto como a mí la buena cocina: me envías un comentario con el nombre del postre y lo incluyo junto con tu nombre.
Como nos han servido un menú degustación, salimos del mesón restaurante con la gula vacunada. Demasiado llenos, de hecho. Con el menú, calculo, te quedarás en el punto justo. Además, también lo sirven por la noche por un par de euros más si eres de los que te gusta la sobremesa nocturna. Incluso te preparan un surtido de picaditas variadas para que viajes por todo el Cantábrico.
En el cartel verás que pone Orense, pero si todos le llaman el Ourense, no seré yo quién lo contradiga. Ahora tengo que buscar la manera de volver el verano que viene sin que descubran mi amistad con el hijo de la dueña para probar uno de los menús y, quizá, repetir al día siguiente.
Cuando descubro estos santuarios de la buena comida sin altiveces ni tonterías, me río de los prestigiosos chefs y de los menús degustación a 60 euros más IVA, con la bebida aparte, y la obligada propina al chico disfrazado de la puerta.
El Ourense ha trazado una línea imborrable por el Cantábrico y me ha reconciliado con mi maltrecha economía. Que más quisieran los ricos que probar sus manjares.
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A la hora de comer, uno se da de bruces contra la realidad: lo de los pinchos vascos debe de ser una leyenda. Luego descubres que es más bien un secreto a voces. Pregunta a cualquiera de los gazteiztarras y te dirán dónde tienes que ir. Claro que la mayoría te dirán que el País Vasco es mayor de lo que te imaginas y que quizá harías mejor en buscar en Donosti o más allá.
No pasa nada. Sobran los restaurantes. Lo que ya no está tan claro es que abunden los que te ofrecen un menú a prueba de crisis (por debajo de los diez euros), casi imposible que por ese precio encuentres calidad, tradición e innovación y ya es una quimera encontrar lo mejor de la cocina vasca y la gallega en su variedad de platos. O tal vez no. El mesón Ourense cumple con los anteriores requisitos. Yo creo que los ha inventado.
Ubicado en un alto en el camino de los turistas y vecinos, en la Plaza de la fuente de los patos, por la parte baja del casco viejo, ni su fachada ni su modesta pizarra hacen justicia a lo que te espera en el interior.
Ya dentro, la decoración es austera pero acogedora. Un pequeño comedor en la planta baja y otro mayor arriba para cuando se reúnen los parroquianos y las celebraciones. Más bien para que no se mezclen, porque hay toda una legión de clientes habituales que van a comer diariamente al restaurante Ourense, como si fuera su casa. Quizá no les interese propagar el secreto. Desde luego que es complicado imaginar un restaurante que sirva menús sin aburrir a su clientela. Pues aquí lo consiguen.
Invitados por el hijo de la dueña, ante nuestros ojos empiezan a desfilar abundantes muestras de lo que allí se cocina. Lástima que no seamos muy aficionados al pescado, porque la camarera nos ofrece una guía oceánica.
Enseguida, y sin desatender al resto de comensales, la diligente camarera nos sirve una tabla de pulpo a la gallega. Mira que los habré probado veces. En mis viajes a Galicia nunca faltan. Y siempre les hemos encontrado algún pero: más o menos blando, menos salado, etc. Aquí sabe perfecto: ni duro ni blando, con su punto de sal y el picante justo.
A continuación nos deleitan con una ración de lasaña fría. Preciosa a la vista y refrescante al gusto: la consistencia de una lasaña envuelve la más rica de las ensaladillas.
Los chipirones en su tinta servirían como prueba en un juicio contra todos los productores de conserva de este plato, que en el Ourense saben a Galicia en el corazón de Álava.
A mí que no me gustan demasiado las brochetas, me sorprende no ver ni un ápice de grasa en su carne y pronto me veo relamiendo la madera en busca de algún trozo de verdura a la brasa, que devoro sin compasión.
De remate, unas vieiras rellenas que te dejan con la satisfacción de haber vencido el mal recuerdo de los tigres de los bares de tapeo, esos insufribles mejunjes pringosos que ya no vas a probar más.
El postre tiene también diversas formas, y prueba de que no quito ni pongo nada en esta (soy consciente) entusiasta reseña es que no consigo recordar el nombre de una especie de natilla, pero tan superior a ésta que ya me avergüenzo de no telefonear a Luis y preguntarle. Ya tienes con qué recompensarme si te gusta tanto como a mí la buena cocina: me envías un comentario con el nombre del postre y lo incluyo junto con tu nombre.
Como nos han servido un menú degustación, salimos del mesón restaurante con la gula vacunada. Demasiado llenos, de hecho. Con el menú, calculo, te quedarás en el punto justo. Además, también lo sirven por la noche por un par de euros más si eres de los que te gusta la sobremesa nocturna. Incluso te preparan un surtido de picaditas variadas para que viajes por todo el Cantábrico.
En el cartel verás que pone Orense, pero si todos le llaman el Ourense, no seré yo quién lo contradiga. Ahora tengo que buscar la manera de volver el verano que viene sin que descubran mi amistad con el hijo de la dueña para probar uno de los menús y, quizá, repetir al día siguiente.
Cuando descubro estos santuarios de la buena comida sin altiveces ni tonterías, me río de los prestigiosos chefs y de los menús degustación a 60 euros más IVA, con la bebida aparte, y la obligada propina al chico disfrazado de la puerta.
El Ourense ha trazado una línea imborrable por el Cantábrico y me ha reconciliado con mi maltrecha economía. Que más quisieran los ricos que probar sus manjares.
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