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La Vila Joiosa, un poco más cerca a muchos kilómetros de allí

El lado luminoso de La Vila Joiosa.
Cuando piso la arena de la playa, una arena que no estaba de pequeño, me siento parte del agua del mar, aunque le tenga más que respeto, miedo.

Al encarar la cuesta de la casa de mi abuelo, me sobrecojo si pienso en los días que vendrán, cuando él ya no esté allí, sentado en el patio, a la fresca.

Sentado en el patio del chalet (la caseta) que mi padre levantó con sus propias manos, aprecio el sonido sofocante de las chicharras, el viento de Levante, los ladridos lejanos de los perros y el rebuzno de una burrita que mi padre se empeña en mimar.

Por las calles de La Vila, siento nostalgia, sorpresa, felicidad, tranquilidad y, muy pocas veces, desasosiego. Los recuerdos se agolpan. Algunos fantasmas me acechan en las esquinas. Me surge la sonrisa por gracias pasadas. Y me duelen heridas que creía curadas.

A veces, a pesar del sol casquivano, me gustaría parar el tiempo para dar abrazos y besos, pedir explicaciones, lamentar mis errores, arreglar cosas que rompí o romper para siempre lazos que nunca acabaron de ligar.

Las canas de los viejos amigos, los críos preciosos que los acompañan, las mujeres, maridos y parejas que me sorprenden para bien o para mal, los locales rancios que se renuevan, la leve hierba que crece donde antes había un solar y lo mismo de siempre, eso me gusta.

Un abrazo fuerte a mis padres, un beso a mi abuela en su piel áspera, el saludo del hermano menor al que debería ser su modelo (pero afortunadamente no lo es) y la charla con los amigos de siempre... ¡Eso también es La Vila!

Luego, vuelvo a Barcelona y me cuesta situarme. Es normal, me digo. Quizá sea cuestión de mirar menos hacia atrás y vivir en el presente vertiginoso hasta que mi pareja y yo huyamos del centro anodino y turístico hacia un lugar más tranquilo, con parques de verdad, gente fea y tiendas regentadas por seres humanos.

Ahí estamos.

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