Jamás he escuchado a un millonario decir que el dinero no
da la felicidad. Siempre se lo escucho a gente más o menos asentada, pero al
fin y al cabo no pueden desligarse de su empleo sin renunciar a su nivel de vida. O sea, que ni son ricos ni pobres.
Tampoco se lo he oído decir a una persona en la indigencia,
pero es normal porque por lo general esta gente no tiene ningún altavoz para
llegar a la opinión pública. Es cierto, por otra parte, que en mi círculo, en
el que hay dos o tres personas con la vida resuelta, no tengo constancia de
nadie que sea pobre de solemnidad.
En el día a día, seguro que me cruzo con muchos pobres que
podrían darme una lección sobre las cosas que proporcionan la felicidad, pero
no tengo la oportunidad de compartir intimidades con ellos.
Es, además, el dinero un asunto sobre el que todo el mundo
miente. Me ruboriza enfrentarme a sentencias del tipo “no tengo un céntimo”
saliendo de labios de gente que, aparte de su insinceridad, tienen valores
humanos muy loables. Lo que tampoco les falta es el dinero. Sin embargo, ellos,
como tantos otros, preferirían irse al infierno que sentarse y comentar la
verdad sobre su situación económica.
Este vicio llega a extremos casi cómicos entre compañeros de
trabajo que se ocultan sus nóminas o cambian de tema cuando tocaría dar la cara
y confirmar que sí, que es verdad, que esta empresa paga muy mal. O, no…
A estas alturas de la reflexión, me encuentro con un escollo
que tendría que haber contemplado antes de empezar. ¿Dónde ponemos la frontera
entre los ricos, la dichosa clase media y los pobres? ¿Se puede seguir sacando
a colación a la clase trabajadora, a pesar de que hay trabajadores que
consiguen ganar mucho dinero?
No son cuestiones baladís. Me mosquea que los límites por lo
bajo estén tan claros y, no obstante, cueste tanto definir dónde está el listón
para separar a los ricos de los no pobres. Supongo que hay algún interés en
quitarse el dinero de encima de puertas para afuera. Es tabú asegurar que se
gana dinero fuera de los ámbitos del espectáculo en los que se mueven las
estrellas a las que suponemos forradas de oro.
A pesar de lo anterior, conozco poca gente que renuncie a
ganar más dinero. Sé, además, que en esta sociedad hay pobres que no encuentran
empleo y algunas personas, tal vez yo entre ellas, sucumbiría a la tentación de
perderse la vida para multiplicar horas de trabajo o pluriemplearse.
A día de hoy, no he pasado hambre salvo por mala
planificación o situaciones absurdas, y no, no sé qué es la pobreza. Tampoco
poseo nada que conste en el registro de la propiedad ni tengo dinero en el
banco para permitirme vivir de mis ahorros durante seis meses. Afortunadamente,
en mi inconsciente se tiende una red importantísima conformada por un montón de
manos caritativas que me sostendrían de caerme al abismo. Empezando por mi
familia, que tampoco es rica, y quiero pensar que continuando con algunos
amigos, ricos o no.
Todo este rollo autobiográfico viene a colación de lo
siguiente: sé, a pesar de no ser rico, que el dinero no da la felicidad. Se
llama silogismo. Creo que, dentro de mi horizonte de posibilidades, he llegado
a tener muchas cosas que deseaba con fruición, y la felicidad derivada del uso
y disfrute de lo material ha sido efímera. Tras adquirir la pieza deseada sólo
ha habido dos momentos especialmente memorables: uno, el de la propia
adquisición; el otro es el de usarlo por primera vez. Luego, ha habido
momentitos (cada vez menos, por desgracia): la grata sensación de ver crecer
una colección de lo que sea, la satisfacción de recordar que tienes algo que no
pensabas que tenías (y por tanto, no necesitabas) y la vergonzosa exhibición
del trofeo delante de amigos y familiares.
De todas maneras, si tenemos que remontarnos a un verdadero clímax
en la consecución de ese objeto, viaje, etc. no hay nada como la perspectiva de
aprehenderlo. Ese tiempo (días, meses, a veces años) que tardas en obtener el
premio de tus caprichos sirve para dar rienda suelta a tus sueños y reflotar la
ilusión de manera que, paradójicamente, puedes afrontar la escasez de otros
bienes quizá más importantes. Pongo un ejemplo: hay quien no tiene una vivienda
en propiedad, pero pasa seis meses en elegir un coche. ¡Y qué meses! Pasan de
imaginarse subido a un deportivo descapotable a montar en un todoterreno y,
sólo al final, sucumben a comprar el utilitario que casi todo el mundo conduce.
Obviamente, un coche, que puede costar alrededor de un diez por ciento de una
vivienda resulta más asequible que un inmueble. Normalmente, también te ata a
un crédito y, sin duda, pierde valor y, salvo casos extraordinarios, atractivo.
Para colmo, en diez años la mayoría de coches suele resultar una carga porque
funcionan peor que al principio y resultan muy caros de mantener.
O sea, que uno capea el temporal de la ausencia de bienes
materiales importantes comprando otros de menor valor. Es ya todo un tópico,
pero lo importante, lo diga Mastercard o no, no se puede conseguir con dinero.
Pero también es verdad que es fácil conseguir sustitutivos tanto en forma de
objetos, sensaciones, experiencias como sentimientos fingidos.
No es difícil conseguir amigos ni compañeros de cama si uno
va al club de golf, sale a navegar con su yate o ronda las zonas VIP de las
discotecas. Lo que a estos afortunados en lo material no les aconsejo es que
profundicen demasiado en lo que hay de cierto o falso en sus relaciones
personales.
Sí, cabe la posibilidad de que el dinero no dé la felicidad.
Pero también hay que contemplar la posibilidad de que los ricos se construyan
una vida lo suficientemente compleja y esquinada, tan repleta de espejos
deformantes, que acaben por no saber qué es verdad y mentira, y en su
ignorancia sean fieles.
Ergo, hay que joderse: puede que para algunos gran parte de
su felicidad proceda del dinero. O visto de otra manera: cabe contemplar la
posibilidad de que no todos los ricos sean necesariamente infelices. Claro que,
salvo casos contados, no creo que nos pongamos de acuerdo en quién es rico y
quién no. Y es absolutamente imposible definir la felicidad de manera que cada
cual se sienta satisfecho.
De momento, a mí me produce mucha felicidad pensar que no he
escrito una gilipollez sin sentido. Por eso es probable que no vuelva a leer
este texto en mi vida. Claro que si me pagaran por derrochar ideas y palabras
tal vez ahora sería más feliz, ¿pero quién sabe qué ocurriría si algún lector
se sintiera estafado? Puesto que no lo he cobrado más que un poco de su tiempo,
si a alguien le defrauda y me lo hace saber seré relativamente infeliz (pero
por poco tiempo).
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