Son las cuatro de la mañana, vas algo bebido y te atreves a
hablar con cierto engreimiento a gente joven que ves en un pub que tendría que
haber cerrado a las tres y media.
A los chicos los dominas con cuatro palabras y tu presencia:
está bien; te sientes experimentado y astuto. Las chicas son jóvenes y guapas,
pero tú eres un hombre y guardan la distancia. Igualmente, a ellas les hace gracia alguna ocurrencia, aunque no
notas que sientan un mínimo de atracción (algo esperable, sin duda). Por otro
lado, te tratan con precaución porque salta a la vista que no tienes su edad:
eres considerablemente más viejo. Tampoco tienes el pelo largo ni los ojos
azules ni un coche bonito cerca. Además, tienes un compromiso con una mujer que
te ha dado un montón de cosas. Pronto te das cuenta de que seguir en ese espacio y
ese tiempo tiene muy poco sentido.
Pero luego se acerca la hora a la que la gente joven y
simpática acude a la discoteca del pueblo, frente al mar, y sólo piden una entrada a los varones: eso sí, incluye otra bebida alcohólica.
De repente, no sabes por qué, pero decides que ya está bien:
has comido con amigos, te has reído, has sido simpático, has comprobado que no
eres Brad Pitt, has pensado en tu pareja, has creído que estarás mejor en casa
que bailando para atraer a un ser irreal en mitad de un gentío indiferente a
tus movimientos poco gráciles y más propios de un cuervo cojo que de un pavo
real.
Y entonces descubres que tienes a tu lado a un chico que no
se puede tener en pie. Un viejo amigo lo obliga a salir de la entrada de la
discoteca. Tú le riñes a ese chico. ¿Por qué condicionar al borracho de ese
modo? ¿Acaso no es mayor de edad? Además, en el fondo te inspira simpatía
porque el muy cabrón sabía tu nombre incluso borracho como una cuba. Pero en el
fondo sabes que es lo mejor, que el chico ebrio no se lo va a pasar bien en la
discoteca, que acabará en un rincón como un saco de patatas podridas, que es
mejor que se retire a tiempo.
Y los acompañas a los dos, cuesta arriba, lejos del mar
romántico, hacia la carretera. Entonces tu amigo decide que sería bueno que
tomarais unas pastas recién hechas en una panadería y aceptas a regañadientes:
no necesitas comer más ni quieres gastar más dinero.
Resulta que tu amigo sobrio paga las tres napolitanas, dos
de jamón york y queso, y una con chocolate. Y el borracho le llama hijo de puta
al panadero con la voz entrecortada, pero aquél se ríe, aunque a ti te da
vergüenza.
Quieres pagarle a tu amigo la napolitana, pero te invita, y
ni siquiera sabes si trabaja aunque asumes que sí, porque es inteligente. El
caso es que la aceptas. Seguís caminando. El borracho se estampa contra todo lo
que hay sólido en su camino y no sabes si reírte o sentir lástima. Lo comentas
con el otro, que está tan sobrio o tan borracho como tú. Y él te dice que ya
está acostumbrado.
Intentas sonsacarle al borracho qué coche tiene y el muy
idiota te dice que conduce un Renault. Y resulta que es un Land Rover (un
modelo que ni siquiera tu padre, con cuarenta años cotizados en la Seguridad
Social, se podría permitir).
Te planteas acompañar a tu amigo en el coche que conducirá
el borracho, pero consideras que estás demasiado cansado y que el chico ebrio
no debería conducir, y entonces te alejas de los dos sabiendo que el borracho, se jugará la vida y el carné para llegar a casa y el otro, el
sobrio, tendrá que pedir un taxi o caminar durante cuarenta minutos para llegar
a casa.
Antes de acostarte, piensas que sería buena idea dejar
plasmada esta experiencia. Y simplemente lo haces. Son quince minutos que le
robas al sueño y un halo de misterio más que le quitas a tu vida. Bueno, no es
demasiado malo, te dices, ni muy bueno. Es.
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