Hay psicópatas simpáticos y psicólogos peligrosos. |
El concepto de normalidad, del que tanto se habla y del que
nadie sabe encontrar una definición adecuada, es la excusa perfecta para
enfrentarlo, como máximo referente, a todo un conjunto de patologías, problemas
e incluso caracteres psicológicos que implican anormalidad y que sirven, como
mínimo, para conseguir tres objetivos.
1) El más obvio es llenar la consulta de psicólogos y
psiquiatras (con todo los beneficios económicos que acarrea para estos
profesionales, terapeutas de cualquier condición y la industria farmacéutica).
2) El segundo es etiquetar a la persona que nos molesta, nos
preocupa, nos jode o nos ha hecho polvo, de manera que asumimos el papel de
víctima y nos quitamos todo rastro de responsabilidad de encima.
3) Como consecuencia de este etiquetado, conseguimos
fuerza para descalificar a cualquiera que nos haya hecho sufrir y consumamos la
venganza. Ahora no nos provoca ningún complejo. Al contrario, somos los supervivientes
de un apestoso tóxico y tenemos la obligación moral de denunciarlo y, a poder ser, de despedazarlo.
A mi amigo M. su ex novia lo calificó de psicópata por
teléfono tras varios años de no haberle dirigido la palabra. Lo más grave del
caso es que ella lo había estado acosando con mensajes contradictorios: unas
veces lo echaba de menos, otras lo mandaba al infierno. Siguiendo el sentido
común, porque además ella era capaz de todo por llamar la atención, M. se tuvo
que reprimir y no contestó a los insultos ni a las insinuaciones.
Sin embargo, tras tantos años, que le llamara psicópata
integrado o adaptado le pareció un precio abusivo por haber fracasado en una
relación. El colmo de todo es que su diagnóstico venía diferido. Es decir, un
psicólogo, o alguien del ramo, había escuchado atentamente la lista de “atrocidades”
que había soportado su paciente y, muy éticamente, había decidido catalogar a
un desconocido, al que no había visitado en su vida, de psicópata.
M. tuvo muchas ganas de responder a la nueva agresión de su
ex, pero no lo hizo, bien aconsejado, a pesar de que un psicópata adaptado tiene
“un pobre control del comportamiento”, pues según un especialista en el tema, “la
mayoría de nosotros tiene poderosos
controles para inhibir el comportamiento; incluso si queremos responder
agresivamente usualmente podemos contenernos. En los psicópatas, estos
controles son débiles y la menor provocación es suficiente para superarlos. Pero
sus acciones tienen una cualidad “fría” y enfocada y el regreso a la
“normalidad” se da de forma rápida”.
Fabuloso. M, ¿seguro que quieres seguir?
Otro rasgo pintaba a M. como un amante del riesgo, a pesar
de que el pobre no salía de casa casi nunca.
“Necesidad de emoción:
Los psicópatas tienen una necesidad constante y excesiva por
la emoción, buscan vivir en el carril de alta velocidad o "al
límite", donde está la acción. En muchos casos, la acción implica romper
las reglas.”
M., sin embargo, se sintió identificado cuando varias líneas
más adelante el artículo señalaba que “los psicópatas ven las reglas y
expectativas de la sociedad como inconvenientes o impedimentos irracionales a
su propia expresión. Hacen sus propias reglas”. Pero M. no estaba del todo
acertado, porque en realidad no hacía sus propias reglas. Además, ¿quién está
de acuerdo con todas las imposiciones sociales? Sólo un idiota.
El apartado que hacía referencia a la falta de remordimiento
y culpa hizo reír al propio M. A pesar de que su ex lo había expulsado de su
vida sin previo aviso y le había dado carpetazo con un sustituto de la peor
calaña, M. se había sentido culpable durante muchos años. El solo hecho de
saber que había infligido daño a alguien tan importante en su vida se le hacía insoportable.
Lo que leímos a continuación casi constituía una declaración
de guerra:
“Falta de responsabilidad:
Las obligaciones y los compromisos no significan nada para
los psicópatas. Sus buenas intenciones, como "nunca te mentiré de
nuevo", son promesas al viento. Su desempeño laboral es errático, con
ausencias frecuentes, mal uso de los
recursos de la compañía, violaciones a las políticas de la empresa y baja
confiabilidad en general. No cumplen compromisos formales o implícitos con
otras personas, organizaciones o principios.”
Por eso a M. nunca le habían echado de ningún trabajo.
Aunque otros artículos hablaban de los psicópatas adaptados como
perfeccionistas. ¿No son conceptos contradictorios?
Con más alegría, ayudé a M. a remontar el ánimo quitándole
hierro a otras supuestas características de este monstruo de laboratorio.
Según el mismo experto el psicópata adaptado es “simplista y
superficial”, porque conversa de forma animada. M. suele filosofar en exceso.
Los dos lo sabemos. Y la gente huye. También lo he visto.
Por fin, algo que podría cuadrar: “los psicópatas tienen una
visión narcisista y se inflan groseramente con su propia valía e importancia.
Presentan un egocentrismo verdaderamente asombroso y sentido de derecho, y se
ven a sí mismos como el centro del universo lo que justifica vivir de acuerdo a
sus propias reglas”.
M. era demasiado egoísta en ocasiones, pero sólo él sabía si
se sentía superior a los demás. Por supuesto, lo negó, ¿pero defenderse de las críticas es exclusivo de los psicópatas?
Lo de la falta de empatía no lo quisimos ni leer. Si alguien
se ponía en la piel de los demás ése era M.
Cuando el diagnóstico fatalista a distancia parecía
descartado, M., bastante neurótico, encontró esto otro en Internet:
“El psicópata depresivo está por debajo de este rango de
humor "normal", es "mala onda", pesimista, cara de pocos
amigos, anhedónico, quejoso, nada le viene bien. Si se le presenta un plan,
"que te parece si hacemos tal cosa", nos contesta "no, si eso va
a fracasar." No hay una finalidad y todo va a salir mal”.
Sí, M. era pesimista, pero un pesimista alegre como dijo el
desaparecido Moustakis. Humor no le falta nunca.
Después de perder un tiempo precioso preocupándose en exceso
por el juicio de dos personas, una ex resentida y un seudopsicólogo que lo
había diagnosticado sin haberse preocupado por conocerlo, decidí hacer lo
posible porque M. dejara de torturarse.
Si ella había acabado con la autoestima por los suelos, la
verdad es que nunca la había tenido muy alta (la salud emocional sólo puede partir de una familia sana). Además, cuando conocí a M.
parecía una piltrafa humana y nunca se le ocurrió denunciar clínicamente a su
antigua pareja. Después de los primeros meses, intentó mirar para adelante. No
porque no albergara sentimientos hacia su compañera del pasado, sino porque
sabía que lo prudente era enfocar el futuro y cualquier vuelta atrás sólo
traería más daño.
Afortunadamente, el falso psicópata hizo oídos sordos a los
insultos y los cantos de sirena. De lo contrario, aquella persona a la que
tanto quiso ahora no sería tan feliz como ella misma ha confesado en sus círculos
más íntimos.
Y ésa es también una forma de amar.
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