En mi experiencia como profesor de secundaria sólo he visto signos de preocupación en la cara del tutor, contagiados luego a otros miembros de la plantilla, cuando han percibido que un alumno no era feliz todo el tiempo.
Es que Fulanito lleva una semana sin sonreír apenas, en el patio no juega con los demás niños, en el grupo le han dado de lado y, lo que es más grave, el otro día respondió muy mal, con agresividad fiera, a la provocación de otro alumno.
En ese momento, las alarmas se disparan. El dispositivo se pone en marcha. En menos de cuarenta y ocho horas me sacan a Fulanito de la clase. Lo encierran con la psicopedagoga. Al día siguiente, reunión con la familia y análisis de la situación en casa. En menos de una semana, Fulanito tiene consulta con un psicólogo y a la que tiene un primer diagnóstico pueden pasar varias cosas, algunas de éstas a la vez:
a) A la consulta del psiquiatra: medicación y trastorno revisado. Es mucho más grave de lo que se temía. Pero, hay 10.000 casos detectados.
b) Cambio de grupo exprés.
c) Aviso a los profesores: hay que mimar a Fulanito.
d) En el peor de los casos actúan los servicios sociales y Fulanito cambia de familia, desaparece del centro o se le concede un tercer grado sin haber pasado por la cárcel.
Después de tan aparatosas experiencias, si es que sigue en el centro, llega la revisión histórica.
Si tiene malas notas, se le busca un grupo especial, clases de refuerzo o incluso se le puede consignar al aula de los casos difíciles, donde todos los niños creen que es un chollo estar porque se aprueba sin estudiar.
Si saca buenas notas, incluso si tiene demasiadas buenas notas, se averigua por todos los medios que no se trate de un superdotado. Eso no, por favor. Si da negativo, se intenta que se porte peor en los recreos, que juegue más en horas extraescolares, que estudie menos. Si, por el contrario, es superdotado: se le busca acomodo en otro centro especializado. Pero debe de sobresalir mucho. De lo contrario, se queda, y se le exige más que a los demás en clase mientras se le pide que se comporte como uno más en el patio (probablemente un imposible).
Hay normas al respecto, pero en cada centro se trabaja de una manera, normalmente dependiendo del personal: de su carga de trabajo y de su pericia. El papel de la familia suele ser básico, como siempre, y, en ocasiones, la familia no responde. Esto va por barrios y por estratos sociales. En los barrios marginales las horas de tutoría son mensajes de voz a teléfonos mudos y en las zonas altas, un desfile de individuos que, o bien se consideran mejor preparados que el tutor, o se dedican a defender a sus retoños a muerte mientras lucen ropa de marca nueva.
De alguna manera, todas las teclas tocadas a la vez acaban funcionando y el alumno sonríe adecuadamente.
Al fin y al cabo, el profesor entra en clase y no puede encontrarse con alumnos infelices. Es mucho mejor que sean revoltosos, bromistas, deslenguados y, muy a menudo, caraduras, maleducados, insultones, rebeldes sin ningún tipo de explicación.
Siempre que sepan sonreír ante una amenaza de expulsión del aula, todo está bien como está.
Me da la sensación de que el único pringado que no se vuelve feliz para casa es el profesor. Curioso enigma psicológico: sin padres que le den la bronca, con un sueldo a fin de mes, sin la presión de aprobar, con la libertad de buscarse otro empleo si éste le fatiga, y sin embargo, un cabreo de narices y una sensación de impotencia que ni una Viagra con Anís del Mono.
Y sin embargo, algunos vuelven al día siguiente, entran en una clase de adolescentes que parecen haber consumido cereales de chocolate en mal estado, se dejan la garganta para conseguir sólo que se sienten y así día tras día.
Lo importante, ya digo, es que entre risas, burlas, disparates, papelitos y gomas voladoras y uno que se levanta porque le da la gana, es que las clases sigan enmarcadas en el papel rosado de la felicidad.
Es que Fulanito lleva una semana sin sonreír apenas, en el patio no juega con los demás niños, en el grupo le han dado de lado y, lo que es más grave, el otro día respondió muy mal, con agresividad fiera, a la provocación de otro alumno.
En ese momento, las alarmas se disparan. El dispositivo se pone en marcha. En menos de cuarenta y ocho horas me sacan a Fulanito de la clase. Lo encierran con la psicopedagoga. Al día siguiente, reunión con la familia y análisis de la situación en casa. En menos de una semana, Fulanito tiene consulta con un psicólogo y a la que tiene un primer diagnóstico pueden pasar varias cosas, algunas de éstas a la vez:
a) A la consulta del psiquiatra: medicación y trastorno revisado. Es mucho más grave de lo que se temía. Pero, hay 10.000 casos detectados.
b) Cambio de grupo exprés.
c) Aviso a los profesores: hay que mimar a Fulanito.
d) En el peor de los casos actúan los servicios sociales y Fulanito cambia de familia, desaparece del centro o se le concede un tercer grado sin haber pasado por la cárcel.
Después de tan aparatosas experiencias, si es que sigue en el centro, llega la revisión histórica.
Si tiene malas notas, se le busca un grupo especial, clases de refuerzo o incluso se le puede consignar al aula de los casos difíciles, donde todos los niños creen que es un chollo estar porque se aprueba sin estudiar.
Si saca buenas notas, incluso si tiene demasiadas buenas notas, se averigua por todos los medios que no se trate de un superdotado. Eso no, por favor. Si da negativo, se intenta que se porte peor en los recreos, que juegue más en horas extraescolares, que estudie menos. Si, por el contrario, es superdotado: se le busca acomodo en otro centro especializado. Pero debe de sobresalir mucho. De lo contrario, se queda, y se le exige más que a los demás en clase mientras se le pide que se comporte como uno más en el patio (probablemente un imposible).
Hay normas al respecto, pero en cada centro se trabaja de una manera, normalmente dependiendo del personal: de su carga de trabajo y de su pericia. El papel de la familia suele ser básico, como siempre, y, en ocasiones, la familia no responde. Esto va por barrios y por estratos sociales. En los barrios marginales las horas de tutoría son mensajes de voz a teléfonos mudos y en las zonas altas, un desfile de individuos que, o bien se consideran mejor preparados que el tutor, o se dedican a defender a sus retoños a muerte mientras lucen ropa de marca nueva.
De alguna manera, todas las teclas tocadas a la vez acaban funcionando y el alumno sonríe adecuadamente.
Al fin y al cabo, el profesor entra en clase y no puede encontrarse con alumnos infelices. Es mucho mejor que sean revoltosos, bromistas, deslenguados y, muy a menudo, caraduras, maleducados, insultones, rebeldes sin ningún tipo de explicación.
Siempre que sepan sonreír ante una amenaza de expulsión del aula, todo está bien como está.
Me da la sensación de que el único pringado que no se vuelve feliz para casa es el profesor. Curioso enigma psicológico: sin padres que le den la bronca, con un sueldo a fin de mes, sin la presión de aprobar, con la libertad de buscarse otro empleo si éste le fatiga, y sin embargo, un cabreo de narices y una sensación de impotencia que ni una Viagra con Anís del Mono.
Y sin embargo, algunos vuelven al día siguiente, entran en una clase de adolescentes que parecen haber consumido cereales de chocolate en mal estado, se dejan la garganta para conseguir sólo que se sienten y así día tras día.
Lo importante, ya digo, es que entre risas, burlas, disparates, papelitos y gomas voladoras y uno que se levanta porque le da la gana, es que las clases sigan enmarcadas en el papel rosado de la felicidad.
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