A mí no me gustan los entresijos teóricos. Normalmente me
pierdo en ellos. Y cuando alguna vez logro descifrarlos, porque suelen ser
tratados maltratados lingüísticamente, acabo pensando, ¿y era necesario meterse
en un grano de arena para explicar en qué consisteel desierto?
Con la literatura, me ocurre lo mismo que con los filósofos.
Me quedo con Bertrand Russell siempre porque lo entiendo. A Nietzsche no lo
quiero ni oír nombrar: porque no sé qué demonios dice. Ni siquiera
comprendo a Savater, que se supone que
es “mainstream”. Como no deja de ganar premios, no seré yo quién diga que se
expresa mal, pero todo puede ser.
Me parece inteligible, quizá demasiado, la novela
dieciochesca, casi todo el realismo, pero no entiendo prácticamente nada de los
novelistas que se drogaban hasta las cejas y en los sesenta y setenta se
atrevían a escribir de una tirada una historia frente a una máquina de
escribir. No, no los entiendo.
Me cuesta entender qué diablos quiere Faulkner y, sin
embargo, entiendo con demasiada claridad a Hemingway. Los dos me aburren por
tanto.
Me cuesta Borges a veces, pero lo admiro mucho. Admiro
muchísimo también a Cortázar, pero no entiendo Rayuela: me aburre por eso,
porque se supone que debo de entenderla, dejarme llevar, y yo creo que me pide
demasiado.
Los bestsellers se entienden casi siempre, pero también me
suelen aburrir. Alguna vez me he encontrado con alguno que ni siquiera se
entendía porque pretendía abrir tres o cuatro lugares y personajes al mismo
tiempo para darle intensidad a la historia, como un capítulo de una teleserie.
No estoy seguro, en cambio, de entender a Paul Auster, pero
me encandila. Cuanto más lo entiendo, me atrevo a decir, menos interesante lo
encuentro.
A Vila-Matas lo entendí ya la primera vez que lo leí, pero
necesito unos meses entre dos libros suyos. Si no, me satura, porque siempre me
da la sensación de estar leyendo el mismo libro o una tercera o cuarta parte de
lo anterior.
Con el movimiento afterpop no hay manera. No entiendo a Eloy
Fernández Porta cuando manifiestamente toma la bandera del movimiento en sus
ensayos. ¿Dónde está la novedad? ¿No lo dicen ya Bauman y Lipovestky pero de
forma más clara? A ellos les entiendo. A Eloy no, aunque me gusta que esté, por
supuesto.
Tampoco entiendo un par de libros que quise leerme de Juan
Francisco Ferré. En el último me dio la sensación de que llenaba páginas por
llenar: ahora soy éste, ahora soy aquél, ahora soy… ¿Cuándo empieza la novela?
Cervantes no sabía quién era Alonso Quijano, ni siquiera tenía claro cómo se
llamaba, y sin embargo empezó a contar su historia desde la primera página.
Incluso un buen amigo unilateral (él pasa bastante de mí) ha
escrito una novela afterpop y no entiendo nada de la segunda parte. Lo demás me
parece muy bien escrito. Nunca se lo diré, claro. Cuando uno no entiende algo,
como la patata caliente queda en manos del lector se supone que la culpa es del
intérprete, ¿no? Culpa por decir algo…
Agustín Fernández Mallo me parece que ha sabido experimentar
y le ha salido bien la jugada. Sus libros me aburren, pero su trilogía
nocillera es digna de mención en cualquier reseña de la actualidad literaria en
español. No acabo de entender del todo a santo de qué cuenta las historia, pero
creo que se mueve entre lo poético y lo publicitario y no me veo legimitado a
pedirle lo mismo que a los que se consideran novelistas.
Entiendo muy bien los libros de los cronistas-novelistas que
se amparan en la realidad para hacer ficción como Martínez de Pisón y Gabi
Martínez. A veces disfruto mucho sus novelas. Siempre están bien, pero depende
del tema que me enganchen o no.
El Eduardo Mendoza que va de gracioso no me gusta. El de
Riña de gatos sí, y lo entiendo. Nunca creí, por otra parte, que Pérez Reverte
escribiera algo tan poético y sencillo como El pintor de batallas. Lo demás que
he leído de él me aburre, porque se quiere hacer entender demasiado.
Ah, no entiendo apenas a ningún poeta y, por tanto, no leo
casi nada de poesía. Es mentira: siempre leo a los mismos. Desde luego no a
Walt Whitman, porque me da dolor de cabeza. Ángel González es cristalino como
Machado y Lorca. Ahí me muevo bien.
Llegamos a Bolaño. En realidad, no entiendo por qué se habla
tanto de Roberto Bolaño. Sé que es el empeño personal de Jorge Herralde, que es
un poderoso y gran editor, que puede hacerlo y ha conseguido lanzar al
desaparecido Bolaño al Olimpo. La excusa es peregrina: en teoría, se trata de
que su mujer e hijos nunca pasen hambre. Me parece una explicación simplista,
casi de tomadura de pelo, pero ya me lo han dicho varias personas allegadas a
Jorge Herralde. Él, Jorge, no me conoce. Es otra persona de su editorial la que
manda a tomar por saco mis manuscritos.
Viendo la exposición del CCCB (negra, posmoderna, como siempre) sobre Bolaño me ratifico en
que era un trabajador nato, un purasangre también de la literatura. Sin
embargo, sus libros, aunque estén bien escritos, no me atrapan. Ni sus cuentos
ni sus novelas. De su poesía conozco poco. Casi nada.
Intuyo que a Bolaño sí lo entendería bien, pero también creo
que echaría de menos una dimensión filosófica o intrahistórica que me atrapase.
Tengo la sensación de que escribió demasiado, de que algunos
de sus libros habrían necesitado un poco de reposo, como la buena masa de
harina, o el buen vino en barrica.
No creo tampoco que sus novelas sean planas. Entonces se
venderían millones de ejemplares en todo el mundo.
Y ni siquiera me molesta que se le esté aupando
exageradamente por encima de gente que también se dejó los cuernos, con perdón,
en el oficio de escribir como Vázquez Montalbán, que seguramente también
escribió de más.
Me hace gracia, por último, acabar recordando a Miguel
Delibes. Un escritor de pura cepa que no iba de nada y que no quería inventar
el oxígeno, pero algunos descubrimientos hizo. De él me gusta casi todo,
excepto Las ratas, que no sé por qué, como El ruido y la furia, se me vuelve
ininteligible a las primeras de cambio.
Ah, que nadie se lleve a engaños: algunos novelistas
anglosajones nos parecen buenísimos porque detrás hay unos traductores que por
cuatro euros y medio hacen milagros. O sea, que cuidado con ensalzar de más a
los anglosajones sin haberlos leído en su idioma original. Está feo. Y
precisamente por eso se hace.
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