Seré mal pensado. De paso, seré yo mismo, porque no puedo ser de otra manera.
Creedme si os digo que estoy al día de las novelas actuales. Mejor dicho, leo mucho sobre las novelas actuales de escritores jóvenes que publican en editoriales de cierto prestigio.
No tiene ningún secreto. Compro muchas novelas, pero sobre todo me nutro de la biblioteca de la Facultad de Letras, de las dos municipales que me quedan cerca de casa y, si no puedo echarles el guante, acudo al ebook o me paso unas horas en la FNAC y ojeo las novelas que me recomiendan desde los suplementos culturales. Unas veinte páginas. Quizá treinta.
En realidad, con esta última opción ya me basta para hacerme una idea. La mayoría de las novelas que últimamente han publicado sellos como Anagrama, Tusquets, Candaya y Seix-Barrall y que han tenido cierto ruido mediático me han dado la misma impresión. Muchas plantan una enredadera en la forma que cuesta franquear para palpar el contenido.
Detecto un claro énfasis en exprimir el valor estético del lenguaje, en crear una prosa poética que, por momentos, avasalla al lector. Sin embargo, no encuentro el pulso narrativo que sí veo en escritores anglosajones que van desde Chandler hasta Auster pasando por Martin Amis o David Vann, ni en los autores galos como Jean Echenoz ni Emmanuel Carrère.
Los escritores anteriores se esfuerzan en quitarle adornos a la prosa para construir una novela que enganche desde el principio. Durante mucho tiempo los autores españoles pensaron que eso era poco "literario", hasta que que en los años noventa algunos demostraron que esta estrategia era de una soberbia infinita y, lo peor, que espantaba a los lectores. Parece ser que hemos vuelto a tiempos pretéritos.
No es que los autores jóvenes hayan vuelto al barroquismo de la novela franquista, pero por momentos parece que estén intentando crear un lenguaje nuevo aprovechando las primeras páginas de un texto que se muestra inaccesible. Una maniobra que, exceptuando los intentos meramente efectistas, puede tener mucho mérito, y, sin embargo, por sí misma, echa a perder una novela.
Por momentos, me parece hallar en escritores nacidos en la década de los setenta o incluso en los ochenta resabios de Paco Umbral, que como columnista me parecía magnífico, a pesar de que sus novelas nunca me acabaron de parecer todo lo narrativas que esperaba, sino ensayísticas o líricas.
Es cierto que en la prosa española de todos los tiempos sobrevuela una necesidad de epatar y espantar al lector con florituras léxicas y sintácticas. En no pocas ocasiones esa forma de escribir crea formidables escritores y horrorosas novelas.
Al menos, muchas de las novelas escritas con el exceso preciosista (o feísta) han claudicado con el paso del tiempo y han acabado sepultando a los autores. Se me ocurren, aparte del propio Umbral, Juan Benet, Cristóbal Zaragoza, Sánchez-Dragó y anacrónicos casos más recientes como de Prada.
Será por esta tendencia actual, entre los modernos que, además de escribir florido, experimentan con un tipo de narrativa segmentada e hiperconectada con otros medios audiovisuales, que no acostumbro a pasar de la página 30 de las novelas que descubro a ritmo, repito, de las recomendaciones de los críticos.
Y es una lástima porque estoy seguro que a partir de esas primeras páginas en las que los autores ofrecen su particular canto del cisne existe la posibilidad de que se transmita una o varias historias que llamen mi atención.
Para bien o para mal, esta forma de escribir novela me satura de imágenes y de trasvases culturales autorreferenciales. No pretendo que volvamos a la novela decimonónica, aunque tampoco me cuento entre los que ven el infierno en esta posibilidad. Sí que echo de menos la claridad en el lenguaje y un mayor peso de lo que se cuenta en detrimento de la forma, que no por ser más confusa, profusa y multidisciplinar ha de ser mejor ni más artística.
Hemingway, que abusó del menos es más en ocasiones, cultivó una forma de narrar que ha prosperado hasta el día de hoy y que, precisamente, casa mejor con los tiempos actuales, siempre acelerados y más propensos a admitir la concisión que los juegos florales.
Al fin y al cabo el mundo no ha cambiado demasiado desde los años cincuenta. Quizá seamos más cínicos, pero los problemas esenciales siguen siendo los mismos, y desde luego la problemática existencial es el gran tema del arte con permiso de una conciencia social que empieza a coger brío y que tendrá que representarse en el arte y, por supuesto, en la novela.
Me da la sensación, por todo lo anterior, que los editores se fijan demasiado en las filigranas prosísticas de las primeras treinta páginas con tal de que los autores mezclen las nuevas tecnologías con cierta cultura pop o underground. Si, además, infiltran sus conocimientos sobre Kierkegaard, la generación Beat o el postpunk, entonces sólo hace falta que en esa novela aparezcan fragmentos de e-mails, disertaciones varias en estilo telegráfico o incluso estampas de la ruta 66.
Parece que todo vale, mientras no huela a pasado de moda. Hay que ser más moderno que los hipster hipermodernos y escribir en clave barroca al inicio de las novelas para demostrar que el autor domina el lenguaje.
Entonces, sólo falta el premio de turno o las críticas positivas de gente que, supongo, han podido llegar hasta el final del fatigoso viaje que supone leer una novela que en ningún momento quiere contar una historia ni varias, sino radiografiar la modernidad (y dejar constancia de la pericia del escritor). Sobre esta idea volveré luego, porque tengo mis dudas.
Me temo que Miguel Delibes lo tendría complicado para publicar una primera novela ahora y entiendo perfectamente el arqueo de cejas de la crítica ante el último libro de Martínez de Pisón, La buena reputación, que tiene toda la pinta de ser una novela en la que su autor se ha esforzado en que todo se comprenda y en contar, con cierto clasicismo cronológico, las historias de una familia, es decir, una saga al uso, o lo que gusta en llamarse novela río.
Soy mal pensado, dije al principio, y considero que algunos críticos no son del todo honestos porque no creo que hayan leído de principio a fin a Isaac Rosa, Juan Franciso Ferrer, Fernández Mallo, Pablo Gutiérrez y Alberto Olmos, entre otros. Me explico: si uno busca una historia novelada, como las pueden narrar García Márquez o Vargas Llosa, no es esto lo que encuentras en los autores anteriores. En mi caso, no pasé de determinado número de páginas en varias de las obras mejor reseñadas de los autores modernos.
El problema, mi problema, va más allá. A duras penas pude terminar En la barrera, de Gabi Martínez, que escribió para mí una obra maestra, Sólo para gigantes, pero que en su libro sobre la Gran barrera de coral australiana se sumó a la hipomodernidad tan hipster y que tanto me cuesta digerir (aunque tengo que aclarar que el problema que encuentro en En la barrera no es la frondosidad de su prosa, sino el discurso sesgado y la multiplicidad de voces, otros rasgos de este tipo de novelas novísimas. De hecho, el estilo de Gabi Martínez es de lo más limpios de su generación). El problema, pues, es que no me atrevo a comprar una novela de un autor joven español sin leer detenidamente las primeras páginas. Y no, las reseñas no me sirven para nada. La única novela de un autor joven que se entiende meridianamente y que mereció una crítica positiva por parte de un estudioso como la copa de un pino fue un libro mediocre: La vida iba en serio, de Jorge Javier Vázquez.
No quisiera que se me entendiera mal. A diferencia de otros reseñistas y estudiosos más sabios, considero que redactar de forma preciosista y realizar tirabuzones estilísticos, y además entrelazar fórmulas prosísticas diversas y conectarlo con referencias cultas, populares y underground, tiene mucho mérito. Debe de haber una inmensa cantidad de buenos escritores fuera de toda duda a los que no sé si les saldría tan bien el experimento.
Dicho esto: hay un riesgo en todo experimento y considero que los críticos están aplaudiendo en exceso las obras indefinidas e indefinibles sin que sea posible ponderar ni medianamente a dónde llevan o dónde querían llegar, que es más importante, estas novelas hipermodernas.
También llama la atención que en España no se cultive otra vía de la novela hipermoderna, que es jugar con la metaficción como bien hace el mencionado Carrère y, en nuestro país, Vila-Matas, aunque para mi gusto abusa de la metaliteratura, pero ése es otro cantar.
Ahora bien, no descarto revisar mis obras impublicadas y parece ser que impublicables, e intentar levantar un primer piso de un simulacro de torre, que cuente poco o nada, pero que asombre a los esquivos editores por su apabullante arquitectura. No digo que sea fácil, pero estoy sopesando intentarlo aunque sólo sea para darles gato con liebre a la tercera novela que es cuando dicen que te te dejan en paz y puedes escribir como de veras te sale del alma.
En el fondo, fuera ombliguismos, cabe la posibilidad de que mi idea de la novela haya quedado anclada en el pasado. Admito esta contracrítica a mi análisis. Aunque así fuese, creo firmemente que una novela debería contar al menos una historia y dudo mucho que esto se consiga por el mero hecho de captar instantes, fabricar imágenes bellas, recoger múltiples voces y enlazar fuentes diversas. He visto caminos preciosos que no llevan a ninguna parte. Y ahora dirán que el goce está en caminar por caminar, aunque no lleve a sitio alguno.
Creedme si os digo que estoy al día de las novelas actuales. Mejor dicho, leo mucho sobre las novelas actuales de escritores jóvenes que publican en editoriales de cierto prestigio.
No tiene ningún secreto. Compro muchas novelas, pero sobre todo me nutro de la biblioteca de la Facultad de Letras, de las dos municipales que me quedan cerca de casa y, si no puedo echarles el guante, acudo al ebook o me paso unas horas en la FNAC y ojeo las novelas que me recomiendan desde los suplementos culturales. Unas veinte páginas. Quizá treinta.
En realidad, con esta última opción ya me basta para hacerme una idea. La mayoría de las novelas que últimamente han publicado sellos como Anagrama, Tusquets, Candaya y Seix-Barrall y que han tenido cierto ruido mediático me han dado la misma impresión. Muchas plantan una enredadera en la forma que cuesta franquear para palpar el contenido.
Detecto un claro énfasis en exprimir el valor estético del lenguaje, en crear una prosa poética que, por momentos, avasalla al lector. Sin embargo, no encuentro el pulso narrativo que sí veo en escritores anglosajones que van desde Chandler hasta Auster pasando por Martin Amis o David Vann, ni en los autores galos como Jean Echenoz ni Emmanuel Carrère.
Los escritores anteriores se esfuerzan en quitarle adornos a la prosa para construir una novela que enganche desde el principio. Durante mucho tiempo los autores españoles pensaron que eso era poco "literario", hasta que que en los años noventa algunos demostraron que esta estrategia era de una soberbia infinita y, lo peor, que espantaba a los lectores. Parece ser que hemos vuelto a tiempos pretéritos.
No es que los autores jóvenes hayan vuelto al barroquismo de la novela franquista, pero por momentos parece que estén intentando crear un lenguaje nuevo aprovechando las primeras páginas de un texto que se muestra inaccesible. Una maniobra que, exceptuando los intentos meramente efectistas, puede tener mucho mérito, y, sin embargo, por sí misma, echa a perder una novela.
Por momentos, me parece hallar en escritores nacidos en la década de los setenta o incluso en los ochenta resabios de Paco Umbral, que como columnista me parecía magnífico, a pesar de que sus novelas nunca me acabaron de parecer todo lo narrativas que esperaba, sino ensayísticas o líricas.
Es cierto que en la prosa española de todos los tiempos sobrevuela una necesidad de epatar y espantar al lector con florituras léxicas y sintácticas. En no pocas ocasiones esa forma de escribir crea formidables escritores y horrorosas novelas.
Al menos, muchas de las novelas escritas con el exceso preciosista (o feísta) han claudicado con el paso del tiempo y han acabado sepultando a los autores. Se me ocurren, aparte del propio Umbral, Juan Benet, Cristóbal Zaragoza, Sánchez-Dragó y anacrónicos casos más recientes como de Prada.
Será por esta tendencia actual, entre los modernos que, además de escribir florido, experimentan con un tipo de narrativa segmentada e hiperconectada con otros medios audiovisuales, que no acostumbro a pasar de la página 30 de las novelas que descubro a ritmo, repito, de las recomendaciones de los críticos.
Y es una lástima porque estoy seguro que a partir de esas primeras páginas en las que los autores ofrecen su particular canto del cisne existe la posibilidad de que se transmita una o varias historias que llamen mi atención.
Para bien o para mal, esta forma de escribir novela me satura de imágenes y de trasvases culturales autorreferenciales. No pretendo que volvamos a la novela decimonónica, aunque tampoco me cuento entre los que ven el infierno en esta posibilidad. Sí que echo de menos la claridad en el lenguaje y un mayor peso de lo que se cuenta en detrimento de la forma, que no por ser más confusa, profusa y multidisciplinar ha de ser mejor ni más artística.
Hemingway, que abusó del menos es más en ocasiones, cultivó una forma de narrar que ha prosperado hasta el día de hoy y que, precisamente, casa mejor con los tiempos actuales, siempre acelerados y más propensos a admitir la concisión que los juegos florales.
Al fin y al cabo el mundo no ha cambiado demasiado desde los años cincuenta. Quizá seamos más cínicos, pero los problemas esenciales siguen siendo los mismos, y desde luego la problemática existencial es el gran tema del arte con permiso de una conciencia social que empieza a coger brío y que tendrá que representarse en el arte y, por supuesto, en la novela.
Me da la sensación, por todo lo anterior, que los editores se fijan demasiado en las filigranas prosísticas de las primeras treinta páginas con tal de que los autores mezclen las nuevas tecnologías con cierta cultura pop o underground. Si, además, infiltran sus conocimientos sobre Kierkegaard, la generación Beat o el postpunk, entonces sólo hace falta que en esa novela aparezcan fragmentos de e-mails, disertaciones varias en estilo telegráfico o incluso estampas de la ruta 66.
Parece que todo vale, mientras no huela a pasado de moda. Hay que ser más moderno que los hipster hipermodernos y escribir en clave barroca al inicio de las novelas para demostrar que el autor domina el lenguaje.
Entonces, sólo falta el premio de turno o las críticas positivas de gente que, supongo, han podido llegar hasta el final del fatigoso viaje que supone leer una novela que en ningún momento quiere contar una historia ni varias, sino radiografiar la modernidad (y dejar constancia de la pericia del escritor). Sobre esta idea volveré luego, porque tengo mis dudas.
Me temo que Miguel Delibes lo tendría complicado para publicar una primera novela ahora y entiendo perfectamente el arqueo de cejas de la crítica ante el último libro de Martínez de Pisón, La buena reputación, que tiene toda la pinta de ser una novela en la que su autor se ha esforzado en que todo se comprenda y en contar, con cierto clasicismo cronológico, las historias de una familia, es decir, una saga al uso, o lo que gusta en llamarse novela río.
Soy mal pensado, dije al principio, y considero que algunos críticos no son del todo honestos porque no creo que hayan leído de principio a fin a Isaac Rosa, Juan Franciso Ferrer, Fernández Mallo, Pablo Gutiérrez y Alberto Olmos, entre otros. Me explico: si uno busca una historia novelada, como las pueden narrar García Márquez o Vargas Llosa, no es esto lo que encuentras en los autores anteriores. En mi caso, no pasé de determinado número de páginas en varias de las obras mejor reseñadas de los autores modernos.
El problema, mi problema, va más allá. A duras penas pude terminar En la barrera, de Gabi Martínez, que escribió para mí una obra maestra, Sólo para gigantes, pero que en su libro sobre la Gran barrera de coral australiana se sumó a la hipomodernidad tan hipster y que tanto me cuesta digerir (aunque tengo que aclarar que el problema que encuentro en En la barrera no es la frondosidad de su prosa, sino el discurso sesgado y la multiplicidad de voces, otros rasgos de este tipo de novelas novísimas. De hecho, el estilo de Gabi Martínez es de lo más limpios de su generación). El problema, pues, es que no me atrevo a comprar una novela de un autor joven español sin leer detenidamente las primeras páginas. Y no, las reseñas no me sirven para nada. La única novela de un autor joven que se entiende meridianamente y que mereció una crítica positiva por parte de un estudioso como la copa de un pino fue un libro mediocre: La vida iba en serio, de Jorge Javier Vázquez.
No quisiera que se me entendiera mal. A diferencia de otros reseñistas y estudiosos más sabios, considero que redactar de forma preciosista y realizar tirabuzones estilísticos, y además entrelazar fórmulas prosísticas diversas y conectarlo con referencias cultas, populares y underground, tiene mucho mérito. Debe de haber una inmensa cantidad de buenos escritores fuera de toda duda a los que no sé si les saldría tan bien el experimento.
Dicho esto: hay un riesgo en todo experimento y considero que los críticos están aplaudiendo en exceso las obras indefinidas e indefinibles sin que sea posible ponderar ni medianamente a dónde llevan o dónde querían llegar, que es más importante, estas novelas hipermodernas.
También llama la atención que en España no se cultive otra vía de la novela hipermoderna, que es jugar con la metaficción como bien hace el mencionado Carrère y, en nuestro país, Vila-Matas, aunque para mi gusto abusa de la metaliteratura, pero ése es otro cantar.
Ahora bien, no descarto revisar mis obras impublicadas y parece ser que impublicables, e intentar levantar un primer piso de un simulacro de torre, que cuente poco o nada, pero que asombre a los esquivos editores por su apabullante arquitectura. No digo que sea fácil, pero estoy sopesando intentarlo aunque sólo sea para darles gato con liebre a la tercera novela que es cuando dicen que te te dejan en paz y puedes escribir como de veras te sale del alma.
En el fondo, fuera ombliguismos, cabe la posibilidad de que mi idea de la novela haya quedado anclada en el pasado. Admito esta contracrítica a mi análisis. Aunque así fuese, creo firmemente que una novela debería contar al menos una historia y dudo mucho que esto se consiga por el mero hecho de captar instantes, fabricar imágenes bellas, recoger múltiples voces y enlazar fuentes diversas. He visto caminos preciosos que no llevan a ninguna parte. Y ahora dirán que el goce está en caminar por caminar, aunque no lleve a sitio alguno.
Comentarios
Creo que es un buen escritor, pero que su mejor obra es La verdad sobre el caso Savolta, que si no me equivoco es su primera novela.
Y me da la sensación de que tiene un poco abandonada la literatura últimamente, pero no lo sé.
Lo que es seguro es que él mismo escribe sus libros. Sin trampa ni cartón.
Ah, el libro que a todo el mundo le gusta, Sin noticias de... ¿Gurb?, me parece muy infantil. Pero me consta que a mucha gente le hizo reír mogollón y sé que a los alumnos de español como lengua extranjera les encanta.
Me dicen que últimamente está más centrado en el teatro. Y ya no te puedo decir más.
Ah sí, una de las pocas novelas que escribió sin finalidad humorística, La ciudad de los prodigios, me pareció una buena obra, pero me aburrió hacia el final.
Y la última que intenté leer suya tenía como protagonista a un político corrupto. La dejé enseguida, pero no sé por qué. No me acuerdo.