La obra de arriba pertenece al artista Philippe Berthier. |
Últimamente, al menos es lo que detecto, se critica con dureza a la gente que no se moja, que no se muestra partidaria de una opción o de la (aparentemente) contraria. Se les dispara antes de preguntarles por qué toman la decisión de no implicarse.
Una persona que no se define sobre un tema aparece como un borrón. Resulta incómoda porque no se le puede encasillar, y nadie puede vender un producto que no se muestra. ¿A qué viene esa urgencia por reclamarle a la gente que se pronuncie con claridad sobre cualquier dicotomía? Supongo que tiene que ver con la necesidad de extraer el máximo beneficio a cualquier actividad, que es a lo que se dedica todo el mundo, y al utilitarismo, el materialismo, la alienación, etc. (las personas como clientes y como productos de consumo al mismo tiempo).
Me explico: antes, hace muchos años, un arquitecto se dedicaba a diseñar construcciones. Hoy en día esta función es secundaria. Lo primero es saber venderse. Los despachos de arquitectos se adjudican los proyectos por el nombre, la marca, léase Calatrava, y luego ya se dedicarán los anónimos trabajadores a darle forma. Aplíquese este razonamiento al resto de profesiones, incluso a los que se pringan las manos para ganarse la vida. Hoy en día un peón de albañil sin un currículum de diseño en las redes sociales no monta ni una casita de Lego.
Al mismo tiempo, a los medios de comunicación no les conviene tocar muchos temas diferentes. Esta política supondría contar con expertos en varios temas y, por supuesto, disponer de corresponsales que obtuvieran la información de primera mano. Por eso, en los espacios de noticias y en los debates se habla siempre de lo mismo. Idéntico motivo es el que nos condena a encontrarnos cada día con los mismos "contertulios", sea prensa, radio, televisión o internet (¿estáis pensando en Alfonso Rojo?). Por supuesto, habréis notado que la poca reflexión que se hace sobre la actualidad se divide en dos: medios afines al PP y medios afines al PSOE (en Catalunya la ecuación se reduce a independentistas vs españolistas).
Los centros comerciales y los hipermercados también prefieren limitar su oferta a dos o tres marcas distintas. Un consumidor que duda es un consumidor que gasta menos (dudo, luego pienso). Además, las empresas que suministran el producto prefieren atar bien los cabos. Así, se da la circunstancia de que una multinacional como Nestlé peude colocar en las estanterías su producto estrella, el competidor y la marca blanca, los tres sacados de sus fábricas ubicadas donde menos impuestos se paguen y más barata salga la mano de obra.
A los poderes les sucede lo mismo, y los partidos políticos están financiados por las grandes fortunas, que son cuatro contadas desde hace siglos, y que participan de una forma u otra en los emporios comerciales y las entidades bancarias, las que dan luz verde a los flujos de crédito. La misma fórmula: si se multiplican las opciones para gobernar, el contribuyente podría votar en plena libertad y confiar el poder a cualquier grupo que no entrara en los cálculos de los multimillonarios y multipoderosos. Lo razonable para el sistema, pues, es que existan tres partidos. Dos mayoritarios, de derechas, y un tercero al que meterle caña para que no saque demasiados votos, pero que cumpla con dos objetivos:
1) Liberar la tensión del proletariado. Es decir, de los que se identifican con esta clase social. Las mismas personas, si se consideran clase media, ya pasan a votar a uno de los dos partidos mayoritarios. ¿Quién quiere identificarse con la clase obrera pudiendo hipotecarse para comprarse un todoterreno y una pantalla de plasma de cincuenta pulgadas?
2) Dar una apariencia de normalidad democrática. En Estados Unidos ya están acostumbrados a que sólo haya dos partidos, pero en Europa todavía quedan cenizas de la Revolución francesa y, salvo en Gran Bretaña, en el resto del continente (sección occidental) se pretende dar la apariencia de diversidad. Aunque bien mirado, el sistema galo no deja de ser un bipartidismo disfrazado.
En España, excepto por algún susto por parte de los díscolos Euskadi y Catalunya (y el 23F, que fue una abominación antidemocrática), el turnismo político ha ido como la seda: PP y PSOE se han pasado la pelota del poder y nada de lo importante ha cambiado. Seguimos en el mismo sistema seudodemocrático diseñado en 1978 para que no estallase otra Guerra Civil y que se inspira nada más y nada menos que en el sistema en vigor desde la Primera República. Ahora, el asunto se complica con la pujanza de partidos populistas como UPyD, Ciudadanos/Ciutadans, etc. Un asunto que los poderosos tendrán que resolver rápido. Supongo que el objetivo principal es vender UPyD como una submarca del PP o del PSOE, según convenga, y asegurarse de que harán lo que el partido gobernante, uno de los dos, eso seguro, decida. La otra opción es borrar del mapa a Izquierda Unida, pero tendrían que inventarse una alternativa de izquierdas inofensiva, porque el famoso partido de Rosa Díez es como la meditación (nadie sabe exactamente de qué se trata) y para venderlo como un proyecto de izquierdas tendrían que destruirlo y volverlo a inventar.
La suerte que tienen los poderosos (siempre de derechas, no lo olvidemos) es que, por definición, la izquierda se anula a sí misma, porque representa metas utópicas como la justicia y la búsqueda de la verdad. Ideales, que cuelan en los libros, pero que fracasan en manos de los mortales.
Los que vivimos en Catalunya estamos viviendo una etapa sin claroscuros en la que nos están negando el derecho a ser heterodoxos. Se impone, de nuevo, la cultura del blanco y negro. O lo uno o lo otro. O contigo o contra ti.
Al pobre Raimon, que se jugó el cuello por la cultura de Els Països Catalans cuando Franco fusilaba a gente como él, lo están machacando por decir que no a la Independència. Probablemente, ya lo habrán acusado de antipatriota. De momento, alguien dio la alarma al afirmar que no había vendido ni la mitad del aforo de los cuatro conciertos que tenía programados en el Palau de la música (mentira). ¡Ingratos! Es probable que le echen en cara haber nacido en Xàtiva (València) y, por tanto, ser un valenciano traidor. No en vano, los nacidos en Catalunya que no se han decantado sin tapujos por la independencia llevan colgada la etiqueta de fachas.
En lo personal, sigo esperando un análisis pormenorizado de las consecuencias de una segregación del estado español. No me valen los discursos sesgados ni las presiones para que me declare españolista o catalanista. Como mínimo tengo derecho a recibir una información que juegue a ser objetiva (no me he caído de un árbol), pero el cinismo impera: todas las partes implicadas te cuelan sus mentiras por la cara. Se nota a la legua y no les importa.
Soy español, pero no de la España de los obispos que predican y prevarican, ni de la de los defensores de la dictadura. No se me pasa por la cabeza negar el derecho a la autodeterminación de ningún pueblo. Por tanto, no concibo un país homogéneo, sino un espacio en el que conviven muchas culturas, pueblos, lenguas y sensibilidades distintas.
Me siento catalán de nacimiento y de adopción, aunque en mi terruño gobiernen los herederos del Franquismo por no se sabe qué méritos. Sin embargo, siempre he respetado la decisión democrática de los valencianos. Considero que tiene que ver más con los deméritos de la oposición que de los logros del PP. Y, por supuesto, es clave la inexistencia de un partido nacionalista valencianista o pancatalanista fuerte y que aglutine a las clases desfavorecidas. El trabajo sucio de cargarse cualquier opción de esta índole lo hizo Unió Valenciana en su día, y el PP se merendó a este partido derechista repartiendo cargos a sus ex militantes. No puedo, pues, votar por una Catalunya independiente de, por ejemplo, Alicante, donde vive casi toda mi familia. No tendría sentido que aportara mi esfuerzo a fabricar un muro entre una parte de mi vida y la otra. E insisto, a pesar del ruido mediático, a estas alturas nadie me va a aclarar la pregunta clave: ¿En qué beneficia a los catalanes separarse de España?
En este debate hay suficientes puntos oscuros como para exigir de los abanderados del sí y del no más que palabras vacías. El ciudadano cabal y crítico necesita razones y, sobre todo, una previsión de lo que va a ocurrir después del hipotético sí. ¿Cómo se puede poner en marcha un proceso tan importante sin el respaldo de la Unión Europea? Por ejemplo, que alguien resuelva esta incógnita. O esta otra: ¿Por qué importa tanto Madrid en un país que, como mínimo, tiene otra ciudad igual de importante como es el caso de Barcelona?
Lo que no concibo es un proyecto liderado por CIU, como no apoyaría nunca una iniciativa del PP que llamara a la autodeterminación. Siempre recordaré el corte de mangas que Artur Mas y el PSOE-PSC hicieron a ERC después de los siete largos años en los que en Catalunya sólo se hablaba del Estatut (Pacto del Tinell en 2003 a la sentencia del TC en 2010). Una cortina de humo inmensa para no prever la catastrófica crisis que estalló poco después. ¿Acaso no es ERC el partido más interesado en la independencia? ¿Por qué no intentaron movilizar a los catalanes cuando tenían la llave del tripartit? Probablemente, porque sabían que era inviable. Y ahora saben que lo sigue siendo, pero la jugada les va a generar miles de votos que habían perdido. Además, si la cortina de humo del estatut duró más de siete años, ¿cuánto tiempo podrán estar los políticos desviando la atención con un proceso de independencia? En Madrid también aplauden la estrategia. Sobre todo la derecha.
Han pasado dos años desde la famosa manifestación promovida por una organización, l'Assemblea Nacional de Catalunya, que surge del ala independentista de Convergència en 2011 con la bendición de Òmnium Cultural, que cuenta con el respaldo de las 400 familias más influyentes de Catalunya desde 1961, las mismas que recibieron a las tropas de Franco en 1939 con el brazo en alto, las mismas que tienen a España como principal mercado. Una manifestación a la que Artur Mas, paladín hoy del independentismo, se apuntó a toro pasado porque no estuvo. Sus afines se aferran al argumento de que es sólo un minio detalle. ¿Un detalle la manifestación más multitudinaria en Catalunya desde hace décadas?
¿Por qué conformarse con el blanco o el negro? |
Lo dicho, quien quiera ver el mundo en blanco y negro, que se decante por la maravillosa escuela filosófica maniqueísta. Y que no me llamen posmoderno ni poco comprometido. O que me lo llamen. Me da igual. Si a ellos les da lo mismo practicar el cinismo, ¿por qué me tendría que molestar que me tacharan de tener la moral de chicle?
Que sí, que respondo, pero no esperéis oír lo que queréis escuchar. ¿Sí o no a la independencia? Pues ni lo uno ni lo otro. Quiero información, datos contrastados, hechos y no sentimientos. Después, veremos si me interesa reflexionar a fondo. Antes de preocuparme por este asunto, reclamo mi derecho a que los políticos se dediquen en cuerpo y alma a restablecer la sanidad pública y la educación, y a crear empleo. Ah, si pueden desmontar el parque temático en el que están convirtiendo Barcelona, tampoco estaría mal. A España la doy por perdida. Que sigan trabajando en la marca España, porque la cueva de Alí Babá no tiene arreglo. Si Unamuno y Machado volvieran a la vida tardarían menos de 24 horas en emigrar.
A la ultraderecha españolista tengo que decirles que hacen bien en sumarse a la sinfonía del ruido y de la confusión, porque cuanto más fuerte golpean más antiespañoles surgen, en lugar de antifascistas. Sin embargo, en este país se confunde lo uno y lo otro, y los dos polos extremistas se necesitan. Si los fascistas españoles no aprovechan la coyuntura, los radicales catalanistas no podrán quemar banderas y fotos de reyes anacrónicos. Y, mientras, la vida sigue igual de... mal.
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