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Pessoa: un desencuentro. Portugal: una tragedia alemana

Resulta imposible explorar las calles de Lisboa sin pensar en Fernando Pessoa a no ser que seas lisboeta. Lo mismo se aplica a Joyce y Dublín, Gaudí y Barcelona, etc.

Por Madrid han pasado tantos genios del mundo del arte y de la cultura que cada uno tendrá su personaje asociado a unas zonas de la ciudad, de manera que habrá quien busque a Valle-Inclán, Galdós, Velázquez o unos jovencísmos Dalí, Buñuel y García Lorca. Ninguno es madrileño de nacimiento, pero de los tres primeros no se puede decir que no representen una porción de la historia de Madrid.

En Londres, París y Nueva York sucede lo mismo. Hay quien cree que persigue la sombra dickensiana en la capital inglesa, mientras otros juegan a detectives por Baker Street e incluso los habrá que se pierdan por los andenes de las estaciones buscando a un mago con gafas.

Pero volvamos a Pessoa. Reconozco que mi fuerte no es la poesía. Necesitaría bajar un par de velocidades el ritmo de mis inquietudes para saborear los buenos poemas como se merecen. No me cuesta demasiado trabajo discernir la obra que me gusta de la que no, y considero que mis elecciones siguen una coherencia. Por otra parte, admito que mis gustos no son nada exquisitos: mis poetas de cabecera son Miguel Hernández, Lorca, Ángel González y Pepe Hierro (me he obligado a dejarlo en cuatro y, afortunadamente, ha sido un pelín más complicado de lo que pensaba).

Algunos otros he leído, pero sinceramente no sé dónde ni cuándo. Ni tan sólo recuerdo sus nombres (algunos sí, como Marzal, y reconozco su valía, pero no me han dejado poso). No están, desde luego, en mi biblioteca, donde sí están todas las lecturas obligatorias (con y sin comillas). En las estanterías encuentro estupendas obras de A. Machado, Neruda, Benedetti, etc. y clásicos como Quevedo, pero la realidad es que aprecio la exquisitez de Juan Ramón, Darío y toda la nónima del 27, y sin embargo me sigo quedando con González y Hierro.

Retomo, porque me voy del caso todo el tiempo. Resulta que con motivo de una breve visita a Lisboa caigo en la cuenta de que sólo conozco algo de la prosa de Fernando Pessoa. Nada, o casi nada, de su poesía. Y parece que, según los mentideros de Internet, no es muy sensato ir a la capital lusa sin conocer a fondo a su escritor emblemático para el resto del mundo (allí, desde luego, tienen más santos a los que adorar y la verdad es que se puede visitar la ciudad sin tener ni puñetera idea de este escritor). Digamos que me dejó colar el gol, porque me interesa.

Tontamente, voy postergando el momento de comprar una buena edición de poesía, bilingüe como debe ser, de Pessoa. Me digo "en Lisboa encontraré ediciones baratas a patadas" y, al fin y al cabo, entiendo el portugués escrito con bastante solvencia (no así el oral).

Una vez en Lisboa resulta que Pessoa está más muerto que nunca. Sí, excepto a los guías que te organizan un recorrido por la ciudad, salvo al dueño del café Brasileira y a los que gestionan la casa-museo del poeta, al lisboeta medio le importa tanto Pessoa como a un español de a pie Góngora. Vamos, muy poco.

Habrá, no lo dudo, expertos universitarios que no hablarán de otro asunto en los pasillos de sus burbujas-facultades. Pero en la calle, entre la gente, Pessoa ha dejado muy poca impronta.

Hace 20 años Lisboa era una gema por descubrir. Hoy en día va camino de convertirse en otro Port-Aventura como Barcelona. Los tranvías son kamikazes para turistas, los cafés que frecuentaba Pessoa, hormigueros de horteras iletrados, y lo peor de todo es que en las pocas librerías que quedan abiertas, excepto en la Bertrand, a pocos metros de su escultura con silla libre al lado para sacarse fotos, la presencia de Pessoa es más bien escasa.

Escasos libros que comprar en ediciones nuevas y a una media de quince-veinte euros por tomo. Y uno sigue buscando con la esperanza de encontrar ediciones de bolsillo más económicas. Incluso he llegado a mirar en una decena de quioscos por si algún diario regalaba alguno de sus libros (hasta ese punto creía que era un autor imprescindible para los portugueses). Por buscar, he buscado en librerías de viejo y en el famoso rastro de ladras.

He visto cómo los libreros de lance tratan de vender dos ejemplares contados de Pessoa de escasa calidad, con las tapas blandas y deslucidas, por veinte euros cada uno. Y en el rastro he encontrado libros de todo tipo, pero al escritor escurridizo nadie le vio por los alrededores del Panteón. ¿Cómo es posible?

No sé qué ocurre con los derechos de edición de Pessoa. Tenía entendido que transcurridos 75 años de la muerte de un autor, los derechos de explotación pasaban a ser de de dominio público, pero dado que ni él mismo llegó a publicar más que uno de los múltiples trabajos que han visto la luz, es posible que la legislación proteja los derechos de reproducción del primer editor que se llevó al gato al agua, o del que se lo compró a este visionario. Así las cosas, los editores actuales de Pessoa no sueltan prenda.

Con su política de poner a la venta la obra pessoasiana a precio de novedad editorial creo que están consiguiendo que el visitante se aleje del autor. Es más, lo suyo sería colarlo hasta debajo de las piedras en diferentes idiomas. Pero no lo van a encontrar ni siquiera en portugués como no busquen afanosamente en las librerías. Más de un turista se subirá al avión sin saber quién demonios era el tipo flaco del bigotito que aparecía en algún azulejo y que presidía, presentuoso, la terraza de la Brasileira. ¿Por qué no adjuntar a los monigotes sobre el autor en las tiendas de souvenirs algún libro en edición bilingüe? Desde luego, si voy a Cuba y me encuentro una tienda de recuerdos con estampas del Che sin sus obras de referencia en otro apartado, monto un escándalo.

Vuelvo de Lisboa sin un puñetero libro del genio de los heterónimos en la maleta porque no me dio la gana gastarme quince euros en obras más que amortizadas. El mismo motivo por el que no pagaré más de diez euros por un CD de los Beatles. Simplemente, no me da la gana. Esto de que en el mundo de la cultura haya obras con una capacidad lucrativa eterna y otras que se descataloguen a los dos días no me gusta. Lo acepto como parte del miserable juego especulativo, pero intento no contribuir a la causa. Siempre pienso que acabarán doblegándose a la razón. Los discos de Queen, Pink Floyd y los Rolling han acabado bajando del nivel psicológico de los diez euros. Hace muy pocos años seguían siendo un lujo.

Curiosamente, no he tenido ningún problema para comprar por cinco euros, en la cadena FNAC, cerca de la Praça do Comércio, varios discos de las cantantes portugueses de fado más célebres. Y me consta que algunas necesitan trabajar para comer.

Por lo que se ve, a Pessoa le siguen haciendo la puñeta las editoriales después de muerto. Y a mí también. El gobierno de Lisboa ha asestado la estocada perfecta, presionada por la gran Europa unida de Merkel, y le ha colado un 23 por ciento de IVA a la cultura, lo mismo, por cierto, que al pan y otros productos básicos.

Esto, más que mi desencuentro con Pessoa, sí que merecería un artículo, pero no soy quién ni me encuentro con fuerzas. Del menú de siete euros y medio en la última comida en la Rua dos bacalhoeiros no sé qué escasa parte le tocó al camarero. Hablamos de la crisis que aplasta a los lusos y, claro, no estaba la cosa para sacar a Pessoa en la conversación. A pesar de mis prejuicios, sé, a ciencia cierta, que es precisamente en momentos como éstos cuando la cultura y su difusión cobran pleno sentido, más allá de macroespectáculos como Rock in Río que, obviamente, van a por la pasta, a satisfacer a unos pocos privilegiados (la mayoría ni siquiera serán portugueses) y a crear castillos en el aire que nada tienen que ver ni con la realidad de Brasil ni con la de Portugal.

A no ser que Artic Monkeys sean un grupo memorable, como todo el mundo proclama, y que se trate de portugueses con piel anglosajona. Ya me lo creo todo.

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