Foto de 2011. Ocho inspectores, según El Periódico. |
Van en grupos de doce a quince. Forman, en total, dos facciones. Cada
una toma un tramo del túnel, allá donde se estrecha, donde no tienes
escapatoria.
Cuentan con máquinas capaces de saber dónde has estado en
las últimas horas. Sitúan sus facciones en el plano donde coinciden como mínimo
dos cámaras de videovigilancia. Tienen hasta cuatro guardias de seguridad
armados hasta los dientes por grupo. A veces, incluso llevan dos perros
adiestrados para capturar entre sus fauces las piernas más veloces del inframundo
subterráneo.
Pueden colocar balizas en mitad de los recorridos de
anónimos viajeros que, por sorpresa, se encuentran con sus controles y se ven obligados
a buscar temorosos sus billetes entre las profundidades de un bolsillo lleno de
justificantes, tickets, llaves, papelitos, folletos de publicidad…
No puedes negarte a sacar el comprobante de que has entrado
legalmente en el mundo subterráneo del metro. Si lo haces, te reducirán.
Recuerda: son quince. Recuerda aún más: varios van armados. Fíjate todavía un
poco más: si llevan perro, estás perdido.
Martes, 28 de enero de 2014: en la parada de metro de
Passeig de Gràcia, la que hace esquina con el paseo del mismo nombre y la Gran
Via de Catalunya. Uno de los tornos se traga tu abono de metro. Un paperujo que
de tanto sacarlo y meterlo de la cartera se ha convertido en un cartón de bingo
arrugado y que ha llevado al límite el funcionamiento del artilugio mecánico
del torno. Se lo ha tragado. Adiós a tu abono de 10 viajes: casi diez euros.
Giras 360 grados. Nadie que te pueda ayudar. Afortunadamente, junto a la
máquina de pagar billetes de metro, que siempre funciona, un panel con un botón
que te pondrá en contacto con un empleado del metro. Junto al botón lees SOS o
Help, quizá las dos cosas.
Lo pulsas. Tras diez segundos tensos, una voz se oye, o
casi. La comunicación te recuerda a tus tiempos de infancia cuando intentabas
ponerte en contacto con tus amigos utilizando el walky-talkie de juguete. No
hay manera de saber qué te ha dicho quién esté detrás del artilugio, pero consigues
decirle que te has quedado sin ticket, que no puedes pasar, que necesitas que
alguien te ayude. OK, te dice una mujer o un hombre de voz aflautada, ahora
van.
Pasan dos minutos. No ha venido nadie. Pasan cinco minutos.
Vuelves a llamar. Que ya van, te responde la misma voz. Confirmas que es una
mujer, pero si fuera un hombre te daría exactamente lo mismo. Dirías que está
molesta. Te has comportado como un impaciente cualquiera.
Esperas, pues. Pasan otros seis o siete minutos y te conoces
el reducido vestíbulo de memoria. Te preguntas por qué no hay nadie tras el
cristal, quizá blindado, del puesto de control de la entrada al metro donde
recuerdas haber visto una persona de la empresa TMB atendiendo a la gente,
incluso vendiendo abonos a la gente que desconfiaba de las máquinas.
Vuelves a pulsar el botón. Da tono de llamada, como antes,
pero nadie lo coge. ¡Nadie!
Llegas tarde al trabajo, tendrás que comprar otro abono y
decirle adiós a los cinco viajes que han muerto en el interior de la ranura del
torno. Justo cuando lo vas a comprar, cagándote en los muertos de alguien a
quien no has visto en tu vida, aparece un buen mozo vestido con los colores de
la empresa de metro y autobuses. Te saca la tarjeta rota enseguida. Le
recriminas que haya tardado. Como consecuencia, porque te ve enfadado o porque
es buena persona, te añade un viaje más en el nuevo abono que aparece en la
ranura de la máquina en menos de un minuto. Antes de irte, le oyes decir que te
los has pillado en un cambio de turno y que estaba en la otra punta de la
estación (tiene razón, consideras, la gente hace turnos y esta estación debe de
tener cuatro accesos repartidos en un radio de quinientos metros, como mínimo).
Cuando te alejas, recuerdas la cantidad de estaciones de
metro en las que antes había al menos un empleado y ahora están vacías. También
rememoras los titulares de periódico gratuito que te hicieron escribir en este
mismo blog un texto porque alguien de la empresa TMB justificaba el aumento de
precios del transporte urbano de Barcelona por la cantidad de gente que no
pagaba el billete.
Welcome to the jungle! |
Es verdad que hay jóvenes, y no tan jóvenes, que saltan los
tornos que se pueden saltar (hay otros más modernos que alcanzan más de dos
metros de altura). Pero también es verdad que sin nadie que vigile los accesos
no pagar un euro, o más si compras un billete individual, por un viaje rutinario
e incómodo parece una tentación muy suculenta para los que no nadan en la
abundancia (también para los que le echan mucha cara a la vida).
Lo que es indiscutible es que en casi quince años que llevas
viviendo en Barcelona, cada uno de enero han subido los precios del transporte.
Antes, cuando no había crisis y, ahora, que todo el mundo reconoce que vive en
un país y en un estado de mierda.
Llegas tarde al viaje y te vienen a la mente otras ocasiones
en las que no te funcionaba el dichoso cartoncito del metro y no hubo nadie
para ayudarte, pero como sólo te quedaba un viaje, lo dejaste por imposible y
compraste otro billete.
Justo cuando consideras que ya es hora de cambiar de tema,
un aviso te invita a que vayas sacando el billete: hay un control de tickets. A
tu izquierda, unos doce o trece empleados pasan por sus detectores los
comprobantes de las personas que se dirigen a la salida. Un cordón, como los de
la policía, te intimida para que sigas recto hasta que otro grupo de una docena
de inspectores más los guardias de seguridad (y un perro) se te planten en
mitad de tu trayectoria. Para entonces habrás hundido la mano en el bolsillo,
rebuscarás y sacarás el abono que te ha impreso el chico que empezaba el turno.
Agacharás la cabeza y cualquiera de los que ves a diez metros de distancia en
la penumbra del túnel del metro te dirá OK y te dará las gracias de forma
maquinal, sin mirarte ni sentirse agradecido.
Pasas el trámite y ves a un par de negros bien vestidos que
dos inspectores de la TMB acorralan contra una pared. Tendrán que pagar 100
euros cada uno por no llevar un billete válido. De cerca, un guardia de
seguridad clava su mirada en uno de los sujetos. Con el brazo de culturista
aficionado sostiene a duras penas el ímpetu de un pastor alemán que quiere
sangre fresca.
Al menos, respiras hondo, ya has pasado el control, lo que
te convierte en un ciudadano ejemplar. Ahora, a soportar los empujones y a
meterte en un vagón que habrá hecho un millón de viajes, y por tanto habrá
resultado rentable para la ciudadanía, y a disfrutar del olor a humanidad, y,
sobre todo, del insoportable calor que hace en invierno. Luego, en verano ya
habrá tiempo de congelarse en el mismo vagón al que subes ahora y que, para
dentro de unos meses, resultará todavía más rentable.
Foto principal tomada de la noticia de El Períódico.
Reflexión marginal: ¿Por qué nuestros gobiernos fingen apostar por el transporte público, si éste resulta cada vez más escaso y caro? Su discurso no se sostiene cuando se desviven por ayudar a la industria del automóvil. Si se fomenta el uso del vehículo privado no se puede fomentar el transporte colectivo. Los planes de ayuda a la adquisición de vehículos, sobre todo coches, existen y la situación precaria del transporte público subsiste.
Comentarios
Por otra parte me parece normal que los revisores vayan escoltados, más de un usuario cabreado se quedaría a gusto pagándole la multa a palos.
Buen post,
saludos.