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La sombra de El jabalí

La Vila (abreviatura de La Vila Joiosa), aunque sus habitantes suelen desconocer el intríngulis de la toponimia, significa en catalán y, por tanto en valenciano, un pueblo de importancia que no llega a ser ciudad. Sin embargo, los vileros, que no vilers ni villanos, no han caído en la cuenta de que a una persona versada en letras valencianas (o catalanas en general) podría pensar que detrás de esta denominación se esconde una infinita soberbia que ningunea al resto de pueblos en iguales condiciones. Más o menos podría causar el efecto que le produce a cualquier americano escuchar a un estadounidense que se autodenomina “americano”, porque en inglés alguien decidió que las personas de EEUU eran “American” y no yankees, que dejaba al Sur fuera, ni Northamerican que metía a Canadá y a México en el mismo saco que a los Estados Unidos.

Por el mismo motivo, a una pedanía de La Vila Joiosa se le conoce como L’ermita. En realidad, se llama L’Ermita de Sant Antoni (no sé si Abad u otro), pero la mayoría de la gente, menos los que viven allí que tienen que saludar los cimientos de la iglesia del mismo nombre varias veces al día, lo han olvidado.

Otra paradoja es el tamaño de la ermita. Si hubo allí una ermita, un templo o capilla diminuta al que dirigirse en romería con motivo de la devoción a algún personaje de la hagiografía católica, lo desconozco. Pero lo que hay ahora tiene poco de ermita. Es una iglesia con todas las de la ley.

Sin embargo, hay en otra parte del pueblo (es ciudad por orden de Alfonso XIII, pero no me sale llamarle así) una verdadera ermita, la de la Mare de la Salut, a la que nadie llama ermita. Simplemente es la Mare de la salut, o en su traducción al castellano, la Madre de la salud.

En cualquier caso, conviene situarse en l’Ermita, la que constituye una pedanía y no tiene ermita. No sé si llegará a mil habitantes. A primera vista calculas: ciento y pico personas. Lo que pasa es que no se tienen en cuenta los alrededores que, por esto de la simbiosis, han abandonado su partida original y se adscriben a L’Ermita.

Hace unas décadas, todavía vivía menos gente. Y lo sabías porque había (creo que es más justo decir “hay”) dos fechas al año en la que medio pueblo inundaba la plaza y un par de calles que formaban una especie de circo ambulante de visitantes ociosos. Era sencillo: ibas cualquier otro día y aquello estaba vacío. En cambio, los dos días de fiesta que recuerdo... a reventar.

Una de las fechas, la otra no viene al caso, era el día de Sant Miquel. Un día especial, porque solía llover después de unos cuantos meses de sequía y, por más motivos. Principalmente, porque todo el mundo se trasladaba desde el pueblo hasta la Ermita, a menudo andando. No sé si habrá dos o tres kilómetros. Eso es lo de menos. Lo peligroso era llegar.

Básicamente, si venías desde el centro del pueblo tenías tres accesos a cada cual más traicionero. De Este a Oeste. El primero era un camino rural que se unía a otros, se bifurcaba, se volvía a separar, se retorcía y, con suerte, terminabas en la carretera que llevaba a l’Ermita y, más allá, a la autopista. Este acceso, más ensanchado, venía a parar junto al restaurante El jabalí. A partir de ahí, a pesar de que durante décadas fue el nexo de unión de La Vila Joiosa con la autopista y, por tanto con el mundo civilizado, te esperaba una carretera que rizaba el rizo y que ya, sin personas de por medio, con sus dos sentidos y unos cuatro metros de anchura suponía un riesgo para la salud pública. Por el arcén ibas bien si te ponías de costado. En cinco minutos desde El Jabalí, cuesta arriba, te plantabas en l’Ermita, pero había que pasar el trago.

El camino de en medio era la misma carretera de antes que continuaba más holgada y recta, pero con alguna casa asomándose de vez en cuando a una curva traicionera y un arcén por sólo uno de los costados (no recuerdo cuál) que a menudo se desdibujaba.  O sea, que el camino más recto no era mucho más seguro y la única ventaja es que podías atajar por una rambla que abrieron a mitad de los ochenta y que te llevaba al núcleo de l’Ermita sin tener que pasar por El Jabalí.

El tercer camino era un desafío a la conducción. En prácticamente ningún tramo cabían dos coches a la vez. Pues bien, pasaban. Atravesabas la partida de la Foradà hasta la cruz de piedra y lo habitual era encontrarte en algún punto con dos coches, un par de bicicletas y alguna de las personas que salía a caminar. Casi llegando a la cruz de piedra, sitio emblemático porque era la rotonda más pequeña del mundo, porque ya era un cruce de caminos en tiempos de los romanos, etc., la sensación de opresión del camino se intensificaba, pues la vista antes abierta a campos y patios de casas viejas se estampaba contra un muro a cada lado del camino. Simple y puro muro de piedra. A la derecha de la cruz existía y existe un caminito muy cuco hasta l’Ermita.

El 29 de septiembre, una vez en l’Ermita, te esperaba la plaza rodeada de puestos: el del turrón, el de los artículos de broma, algunas chucherías, unas garrapiñadas, algodón de azúcar, frutos secos, abalorios, etc. Y, a partir de allí, ya que el único bar dentro de la pedanía estaba a reventar y exigía un público autóctono y curtido, lo que hacías era dar vueltas. A las cinco o seis vueltecitas variabas un poco el recorrido y, a lo mejor, te ibas una calle más a la derecha o te asomabas a la carretera general y luego para atrás, por eso de variar un poco.

Otra cosa que pasaba cada año es que aquella noche cambiaban la hora. Y esto de pequeño te daba igual, pero de adolescente te invitaba a quedarte más tiempo. Sólo si había algún espectáculo musical. Porque si no conocías a nadie de l’Ermita que te invitase a tomar algo en su peña, ¿para qué ibas a seguir dando vueltas? Antes de la crisis de 2008 se celebraban conciertos multitudinarios, incluyendo un show lamentable del componente menos lúcido de Mecano. Pero de bien jovencito, las propuestas eran bastante más modestas y, claro, antes de escuchar un buen pasadoble te acababas yendo camino de La Vila.

Lo peor era estrenar ropa de invierno, porque el día de San Miguel empezaba el largo camino hacia el invierno. Nuestros padres se empeñaban en que fuéramos de punta en blanco. Y más cruel aún era que te obligaran a vestir esta prenda que ha pasado a la historia en la moda masculina y que era la estrella de las temporadas de entretiempo: la rebeca. De nuevo, cuando eras niño la llevabas y ya está, pero, con quince años, que tu madre te obligara a llevarla tenía su punto de humillación. Por cierto, la última rebeca que vestí era de color rosa y Lacoste. Luego, uno se lamenta de las coces que da la vida.

Volviendo al día de Sant Miquel, esa tarde-noche en l’Ermita podía ser más o menos divertida en la época en que empezabas a salir y a estirar las manillas del reloj para regatear con los padres una hora de llegada más "adulta". En realidad, era imposible aburrirse porque ibas en manada y aunque no tomaras alcohol, te emborrachabas con salir a la calle. Estoy hablando de una decena larga de adolescentes con las hormonas al viento por fin fresquito.  Si te echabas novia el panorama cambiaba radicalmente. Entonces, dabas las vueltas en pareja y te gastabas la paga semanal en comprar cualquier tontería en todos los puestos hasta que te cansabas de saludar a tus padres y demás amigos y familiares y te largabas de allí. Tenías veinte años y te empezaban a molestar los “críos” que llegaban en grupos de quince o veinte.

Luego, tocaba un verdadero trago: el camino de vuelta. Como el de ida, pero de noche, sin una maldita farola desde mitad del camino y con los pies destrozados. A menudo te pillaba la lluvia o sus memorias, los charcos y el barro.

Antes he hecho un breve recorrido sentimental por las formas de llegar a l’Ermita.

Pues bien, ahora mismo sólo se conserva igual el tramo de caminos rurales que llevan a El Jabalí. En las inmediaciones de la pedanía se ha instalado la modernidad en forma de cemento y asfalto. Un turista que lleve treinta años sin pasar por allí podría pensar que cayeron varios meteoritos, pero la realidad es más vulgar: hicieron una circunvalación para alimentar la variante de la carretera nacional que arrasó el campo vilero y se desarrolla paralela a la autopista de pago por algún motivo oscuro. La buena noticia es que hoy en día nadie se tendría que matar para llegar a la autopista, pero por desgracia también se han llevado por delante el camino a la cruz de piedra. A la pobre cruz la han dejado viva por cierto sentido del decoro, pero ya no es referencia de nada ni acoge a las señoras que “feien camí” y le daban la vuelta (o acaso eso sólo lo hacía yo cuando hacía “footing”).

Todavía recuerdo una noche, y está mal sacarlo ahora, que íbamos dos en una vespino un poco bebidos. No pasaríamos de los diecisiete. Afortunadamente, yo iba de paquete y en algún momento, mientras atravesábamos l’Ermita cerré los ojos. Cuando los abrí, de repente me encontré con la cruz de piedra de frente. Como no había luna ni estrellas ni nada más brillante que la luz del ciclomotor, el resplandor blanco del monumento me cegó casi literalmente. De repente pensé, lo prometo, que estábamos mi amigo y yo camino del Cielo. A él no se lo dije, porque tenía menos sensibilidad que un botijo y probablemente iba más borracho que yo.

Lo del restaurante El jabalí es otra historia. Se trata de uno de esos lugares que se nombra más que se frecuenta. Todo el mundo hablaba de él, como referencia casi siempre, pero también como restaurante, aunque prácticamente nadie había estado comiendo allí. Es difícil saber si tenía buena o mala fama. ¡Fama tenía! En mi caso, estuve en dos ocasiones porque gozaba de un local enorme y una entrada muy generosa con el aparcamiento y, sólo por eso, se celebraban bodas, bautizos y comuniones. ¿Calidad? Ni idea. De precio no debía andar muy allá, pues mis padres organizaron un convite de comunión allí. Y nunca nos faltó de nada, pero el lujo es un concepto que no entró en mi casa.

Lo más curioso de este testimonio no es que los habitantes de L’ermita no se llamen ermitaños ni que mucha gente ignore qué es eso de vivir como un ermitaño y no digamos un eremita, que es básicamente lo mismo pero en su formato culto: una persona, normalmente varón, que solía apartarse del mundanal ruido o, en su defecto, el que cuidaba de una ermita.

Tampoco he querido entrar en historietas de cómo se veían los de l’Ermita con respecto a los del “poble”, ni cómo consideraban los vileros de la gran urbe (dicho con todo el recochineo) a sus hermanos de la pedanía. 

A mí me sigue extrañando, por encima de todas las cosas, que el restaurante El jabalí cerrara de repente. Hará como veinte años (quizá menos). Y, pese a todo, la entrada de tierra y gravilla sigue igual. Hasta que lo he intentado buscar con Google Maps juraría que el letrero estaba en su sitio y creo que nadie ha utilizado el local para montar otro negocio ni lo ha reformado ni derrocado ni nada.

En cualquier caso, si no hubiese cerrado en su momento, ahora lo tendrían magro sus adeptos en el caso de que los tuviese. El símbolo, caiga quien caiga, sigue allí, como la cruz de piedra, cumpliendo su función de memorando. Es un recordatorio de que los ecos del pasado, se quiera o no, permanecen. Algunos, como es el caso, no son ni buenos ni malos. Simplemente están. Eso de asociarlo a momentos tristes o felices no sale a cuenta, así que se queda neutro como tantos otros paisajes que el tiempo ha desvirtuado.


En el fondo, uno siempre acaba escribiendo para saber por qué escribe sobre un tema y de una forma determinada y no lo ha hecho de otra manera y sobre cualquier otra cosa. Acabo de descubrir que el restaurante El jabalí me importa un pito y medio, que el día de Sant Miquel no me dice gran cosa. Lo que pasa es que no me acostumbro a dejar de ser un chico joven con toda la vida por delante.



Imagen tomada prestada del blog La ermita de San Antonio Abad

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