Francesco se sintió liberado al fin cuando dejó caer la última caja sobre el piso de madera de la cabaña que había adquirido en los prealpes, más allá del lago Como.
A nadie de su entorno próximo se le pasó por la cabeza discutirle su decisión: era lógico que quisiera huir, dadas las circunstancias.
Además, ya había cumplido cuarenta y dos años.
Sus padres habían hablado muchas veces sobre el futuro de Francesco. No lo acababan de ver madurar. Ellos, a su edad, ya lo habían hecho todo en la vida. Después de los treinta y cinc, se habían limitado a seguir trabajando y a hacer crecer el patrimonio para que a sus hijos no les faltara de nada. Las dos hijas ya casadas, menos mal, y tres nietos que le habían dado, pero Francesco...
Pero Francesco tuvo que escuchar alguna objeción por parte de su madre y de su tía justo antes de emprender viaje en el camión de mudanzas. ¿Y allí a qué te vas a dedicar? ¿Y cómo vas a conocer a una mujer en ese sitio donde no vive nadie? ¿Y la compra? ¿Quién te va a cocinar?
Cuando miró todas las cajas esparcidas por el amplio salón de la cabaña, el sofá y la cama como únicos muebles, pensó que tal vez le vendría grande el proyecto.
Después de montar la estantería y el armario de IKEA, colocó la ropa y se sintió un poco más tranquilo, pero no fue hasta que comprobó que la conexión a internet y su portátil congeniaban que se pudo sentar en el sofá con el ánimo de descansar hasta que le entrara hambre.
Cuando, por Navidades, regresó a Milán para ver a su familia y a dos o tres amigos que le quedaban tuvo que admitir que no había sido nada fácil plantar el huerto y dedicarse a pintar. Casi nada había salido como había previsto y los plazos de sus planes se habían alargado. Algunos habían resultado irrealizables.
Incluso, a una de sus hermanas, Eva, le confesó que chateaba por Internet más de la cuenta y, seguramente, lo que más le avergonzaba era el sinfín de estupideces con las que había perdido el tiempo, pero eso se lo calló. Al fin y al cabo, seguía vivo, con algunos kilos menos, pero con salud, y eso era lo importante.
Sólo después de regresar, tras el día de año nuevo, sufrió el primer contrapié serio. Alguien le había contagiado la gripe y, allí, en mitad del bosque, como en la ciudad, sólo pudo hacer una cosa: esperar hecho un ovillo en la cama hasta que una mañana despertó con el propósito firme de pintar una obra maestra.
A nadie de su entorno próximo se le pasó por la cabeza discutirle su decisión: era lógico que quisiera huir, dadas las circunstancias.
Además, ya había cumplido cuarenta y dos años.
Sus padres habían hablado muchas veces sobre el futuro de Francesco. No lo acababan de ver madurar. Ellos, a su edad, ya lo habían hecho todo en la vida. Después de los treinta y cinc, se habían limitado a seguir trabajando y a hacer crecer el patrimonio para que a sus hijos no les faltara de nada. Las dos hijas ya casadas, menos mal, y tres nietos que le habían dado, pero Francesco...
Pero Francesco tuvo que escuchar alguna objeción por parte de su madre y de su tía justo antes de emprender viaje en el camión de mudanzas. ¿Y allí a qué te vas a dedicar? ¿Y cómo vas a conocer a una mujer en ese sitio donde no vive nadie? ¿Y la compra? ¿Quién te va a cocinar?
Cuando miró todas las cajas esparcidas por el amplio salón de la cabaña, el sofá y la cama como únicos muebles, pensó que tal vez le vendría grande el proyecto.
Después de montar la estantería y el armario de IKEA, colocó la ropa y se sintió un poco más tranquilo, pero no fue hasta que comprobó que la conexión a internet y su portátil congeniaban que se pudo sentar en el sofá con el ánimo de descansar hasta que le entrara hambre.
Cuando, por Navidades, regresó a Milán para ver a su familia y a dos o tres amigos que le quedaban tuvo que admitir que no había sido nada fácil plantar el huerto y dedicarse a pintar. Casi nada había salido como había previsto y los plazos de sus planes se habían alargado. Algunos habían resultado irrealizables.
Incluso, a una de sus hermanas, Eva, le confesó que chateaba por Internet más de la cuenta y, seguramente, lo que más le avergonzaba era el sinfín de estupideces con las que había perdido el tiempo, pero eso se lo calló. Al fin y al cabo, seguía vivo, con algunos kilos menos, pero con salud, y eso era lo importante.
Sólo después de regresar, tras el día de año nuevo, sufrió el primer contrapié serio. Alguien le había contagiado la gripe y, allí, en mitad del bosque, como en la ciudad, sólo pudo hacer una cosa: esperar hecho un ovillo en la cama hasta que una mañana despertó con el propósito firme de pintar una obra maestra.
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