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Un verano sin Internet

No sé cómo podían pasar el verano sin frigoríficos eléctricos nuestros bisabuelos. No lo sé. Ni tampoco logro concebir cómo les fue posible, incluso a mis abuelos que nacieron en el siglo XX, atravesar las dunas de los estíos mediterráneos sin agua corriente. Ni idea.

Trato de entenderlo. Me hago una idea, pero no.

Sí que he comprobado que se puede sobrevivir a los cuarenta grados de exterior con una buena ducha, el cuerpo al aire y una terraza por la que se cuela el viento desde todas las direcciones.

El ventilador, invento del que nunca se habla, también sirve para vivir encierros veraniegos. O sea, que la ilusión de que es imposible pasar un verano sin aire acondicionado es sólo eso, un engaño de la mente.


Trato, sin embargo, de imaginarme sin móvil encerrado en una casa de campo. Es perturbador, pero podría contratar una línea fija, siempre que la diera de baja y de alta diez o doce veces al año.

A lo que me he tenido que acostumbrar es a la falta de Internet. Ese dato que tengo en la punta de la lengua. Ahí se queda. Ese dato, por otra parte, inútil. Pero cuánto joroba tragarse las palabras.

Desasistir a tus amigos virtuales, conocidos, parientes... todos aquellos que sólo conoces ya por sus breves líneas de texto o lo acertado de sus reenvíos. Son, a menudo, conocidos que te inoportunan jugando a ser amigos de verdad, pero los echas de menos.

No poder descargarme esa serie de la que todo el mundo debe hablar, porque tuve la mala suerte de leer un artículo muy acertado en el suplemento cultural.

¿Y la música? Después de los huracanes que se forman a partir de conciertos de verano, uno no puede estar sin escuchar lo último de Queens of the Stone Age o de Pony Bravo. Da igual que suenen igual que otros grupos indies que se mezclan en tus recuerdos sonoros. Da igual que no hayas disfrutado de la ínfima parte de lo que te gusta y tienes almacenado: puro rock&roll, o los sonidos verdaderos de la Motown, el buen blues que te da pereza escuchar en un MP3, porque el blues tiene alergia a los auriculares (o al contrario).

Y se te ocurre, en la terraza, tirado en la hamaca, que podrías componer música con ese programa tan bueno con nombre de chiringuito cubano; podrías incluso probar un editor de cómics; aprender a cantar como un tenor; rascar el ukelele como Dios manda... Podrías, podrías...

Las horas de sesteo aburrido pasarían más ligeras con esos juegos de estrategia que tu novia odia porque no entiende a santo de qué le dedicas diez horas a los muñequitos que cortan leña y a ella, una hora y media (de calidad).

Por no decir de nuevas cosas que podría codiciar rastreando por eBay: camisetas que plagian a las que cuestan 90 euros con el nombre de Neymar en la espalda (89 si es Messi), cargadores universales para comprar más aparatos nuevos, consolas chinas, etc.

Además, mi PC, la cámara de fotos y la batidora piden una actualización urgente.

Paso el verano felizmente aburrido con el aire vivo que surge del mar y se esparce por la terraza y, sin embargo, no veo el momento de bajar el largo camino bajo el sol asesino hasta un locutorio, una terraza con WiFi. Lo que sea, pero que se conecte a esta quimera que es el mundo. ¡Por favor!

¿No es absurdo?

Siento que mi bisabuelo habría cogido del brazo a esa chica que lleva dos horas peleándose con Facebook y la habría invitado a bailar después de un paseo junto a la playa.

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