Un cuento pequeño en todo, empezando por la calidad literaria: un cuentecito, una tontería... ¿qué sé yo?
Félix: el hombre-bomba
A Félix lo prejubilaron demasiado pronto y, pese a vivir en un bajo de Barcelona de cincuenta y tres metros cuadrados con su oronda mujer Julia, un perro y una suegra, la casa se le hizo enorme, tanto que cada mañana empezó a sentirse raro, hasta tal punto que al mirarse al espejo se imaginó que era otra cosa que el ser pálido y flacucho que se contemplaba ojeroso.
Aquel lunes le dio por creerse un hombre-bomba. Lo había despertado la televisión desde la cocina que Julia tenía encendida todo el día, y hablaban de un coche-bomba y, poco después, de una maleta-bomba e incluso de una bicicleta-bomba.
Por eso, y seguramente también porque estaba como un cencerro, Félix se miró en el espejo y vio un hombre-bomba en toda regla. Un ser humano con cada tendón conectado a una concentración de trilita a punto de estallar.
Como Félix es buena persona, escapó a todo correr del piso, con camiseta de imperio, calzoncillos largos y zapatillas de andar por casa. Aprensivo como es, no se dio cuenta de su imprudencia al armar tanto estrépito bajando los escalones de dos en dos y cargado hasta los tuétanos de explosivos como iba.
La gente que pasaba por delante del portal se le quedaba mirando.
-Hola Félix, qué guapo que has salido esta mañana.
Incluso le saludaban por su nombre. Félix se rascó la cabeza en mitad de la acera de Rambla Catalunya y pensó: “si me saludan por mi nombre, sabrán sin lugar a dudas que soy un hombre-bomba”.
Aquel pensamiento le hizo alejarse del centro de Barcelona, corriendo sin parar, y sin dejar de mirar al suelo para no tropezar, de modo que no se cayó, pero anduvo al trote sin saber dónde se encontraba. Resoplando como un caballo, entró sin querer en un local oscuro. De repente, aparecieron policías por todas partes. Nada extraño si tenemos en cuenta el tipo de personas que transita por las comisarías. A sagaz no le ganaba nadie, y Félix entendió que aquellos mozos de azul que se dirigían hacia él, no eran fontaneros ni bromistas disfrazados de pitufos. Eran electricistas, y sonreían mientras se acercaban a él. Eso es que habían entendido la importancia de su misión.
Félix esperó a que los dos hombretones estuvieran a un centímetro suyo para levantar las manos y gritar:
-¡Soy todo vuestro!
De esa manera, pensaba Félix que los falsos electricistas procederían a desactivarlo y podría volver a su casa, a escuchar sus viejas cintas del canto de codorniz o a hacer sudokus, si es que su suegra lo volvía a enseñar.
Sin embargo, aquellos dos hombres fuertes, de azul, se tomaron a malas el gesto de Félix y lo doblaron a golpes con la cachiporra.
Poco después, Julia tuvo que venir a la comisaría a por su marido, con la bata y los rulos puestos. Al sargento, que hacía la guardia en el calabozo, le dio pena aquella mujer tan cañí, con su suegra a rastras, toda de negro, y le devolvió a su marido sin pedirle siquiera el DNI y con un albornoz de regalo.
El perro de tres colores esperó a la familia en la puerta de la comisaría, meneando el rabo cada vez que entraba o salía alguien. Cuando se reunió con sus dueños, dejó de mostrarse alegre y siguió a los tres individuos hasta el pisito de Rambla de Catalunya. Definitivamente, no le habían llevado a una protectora de animales.
Aquella tarde, Félix estuvo tranquilo, tumbado en el sofá, rellenando quinielas de semanas pasadas que luego Julia lanzaba a la basura. Ni siquiera cenó. Sólo se movió de allí para ir a la cama, eso sí, con cuidado, por si los electricistas no lo habían desactivado bien.
“Si encima de tenerme en aquella salita esperando toda la mañana, me han desactivado mal, me pondré de muy mal humor y cuando yo estallo, estallo”. Félix hundió la cabeza en la almohada con gran parsimonia y rió su propio chiste. Mientras, en el salón, Julia se colocaba el dedo por encima de la oreja y le decía a su madre, sorda como una tapia, que su marido estaba loco de remate.
-Ya -respondía la madre.
Enseguida, Félix se quedó dormido, y las dos mujeres pudieron alargarse en el sofá con dos sillas enfrente para colocar los pies. Luego, buscaron con el mando a distancia el programa del corazón que tanto les gustaba.
A Félix lo prejubilaron demasiado pronto y, pese a vivir en un bajo de Barcelona de cincuenta y tres metros cuadrados con su oronda mujer Julia, un perro y una suegra, la casa se le hizo enorme, tanto que cada mañana empezó a sentirse raro, hasta tal punto que al mirarse al espejo se imaginó que era otra cosa que el ser pálido y flacucho que se contemplaba ojeroso.
Aquel lunes le dio por creerse un hombre-bomba. Lo había despertado la televisión desde la cocina que Julia tenía encendida todo el día, y hablaban de un coche-bomba y, poco después, de una maleta-bomba e incluso de una bicicleta-bomba.
Por eso, y seguramente también porque estaba como un cencerro, Félix se miró en el espejo y vio un hombre-bomba en toda regla. Un ser humano con cada tendón conectado a una concentración de trilita a punto de estallar.
Como Félix es buena persona, escapó a todo correr del piso, con camiseta de imperio, calzoncillos largos y zapatillas de andar por casa. Aprensivo como es, no se dio cuenta de su imprudencia al armar tanto estrépito bajando los escalones de dos en dos y cargado hasta los tuétanos de explosivos como iba.
La gente que pasaba por delante del portal se le quedaba mirando.
-Hola Félix, qué guapo que has salido esta mañana.
Incluso le saludaban por su nombre. Félix se rascó la cabeza en mitad de la acera de Rambla Catalunya y pensó: “si me saludan por mi nombre, sabrán sin lugar a dudas que soy un hombre-bomba”.
Aquel pensamiento le hizo alejarse del centro de Barcelona, corriendo sin parar, y sin dejar de mirar al suelo para no tropezar, de modo que no se cayó, pero anduvo al trote sin saber dónde se encontraba. Resoplando como un caballo, entró sin querer en un local oscuro. De repente, aparecieron policías por todas partes. Nada extraño si tenemos en cuenta el tipo de personas que transita por las comisarías. A sagaz no le ganaba nadie, y Félix entendió que aquellos mozos de azul que se dirigían hacia él, no eran fontaneros ni bromistas disfrazados de pitufos. Eran electricistas, y sonreían mientras se acercaban a él. Eso es que habían entendido la importancia de su misión.
Félix esperó a que los dos hombretones estuvieran a un centímetro suyo para levantar las manos y gritar:
-¡Soy todo vuestro!
De esa manera, pensaba Félix que los falsos electricistas procederían a desactivarlo y podría volver a su casa, a escuchar sus viejas cintas del canto de codorniz o a hacer sudokus, si es que su suegra lo volvía a enseñar.
Sin embargo, aquellos dos hombres fuertes, de azul, se tomaron a malas el gesto de Félix y lo doblaron a golpes con la cachiporra.
Poco después, Julia tuvo que venir a la comisaría a por su marido, con la bata y los rulos puestos. Al sargento, que hacía la guardia en el calabozo, le dio pena aquella mujer tan cañí, con su suegra a rastras, toda de negro, y le devolvió a su marido sin pedirle siquiera el DNI y con un albornoz de regalo.
El perro de tres colores esperó a la familia en la puerta de la comisaría, meneando el rabo cada vez que entraba o salía alguien. Cuando se reunió con sus dueños, dejó de mostrarse alegre y siguió a los tres individuos hasta el pisito de Rambla de Catalunya. Definitivamente, no le habían llevado a una protectora de animales.
Aquella tarde, Félix estuvo tranquilo, tumbado en el sofá, rellenando quinielas de semanas pasadas que luego Julia lanzaba a la basura. Ni siquiera cenó. Sólo se movió de allí para ir a la cama, eso sí, con cuidado, por si los electricistas no lo habían desactivado bien.
“Si encima de tenerme en aquella salita esperando toda la mañana, me han desactivado mal, me pondré de muy mal humor y cuando yo estallo, estallo”. Félix hundió la cabeza en la almohada con gran parsimonia y rió su propio chiste. Mientras, en el salón, Julia se colocaba el dedo por encima de la oreja y le decía a su madre, sorda como una tapia, que su marido estaba loco de remate.
-Ya -respondía la madre.
Enseguida, Félix se quedó dormido, y las dos mujeres pudieron alargarse en el sofá con dos sillas enfrente para colocar los pies. Luego, buscaron con el mando a distancia el programa del corazón que tanto les gustaba.
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