By MO3PA |
Ese empresario catalán decidió un buen día que en lugar de echarle diez horas diarias a su negocio era mejor dedicarle dieciséis, pero que lo hicieran dos empleados en lugar de él. Además, si les pagaba la mitad de lo que él cobraba, cuatro horas del tiempo dedicado serían de beneficios.
Aparte de eso, él podría dedicarse a supervisar el negocio, cosa que acabaría haciendo sólo cuando tuviera un mal día, pues en el fondo le venía bien descargar su rabia contra la incompetencia de los trabajadores, que siempre, pero siempre, cometen errores o están a punto de cometerlos. En cualquier caso, qué coño, todo es mejorable y nadie como el jefe para adoptar una perspectiva amplia.
Al empresario catalán le gustaba jactarse con otros patrones de que sus empleados echaban las horas que hiciera falta sin reclamar el cobro de las horas extras, por no hablar de los cientos de "veinte minutos" acumulados, de los que ni siquiera él era consciente.
Un día, de buenas a primeras, el negocio bajó, porque los clientes son así de caprichosos. Sin embargo, el jefe llegó por la noche a la hora de cerrar y enfrentó a sus dos empleados: si el local no había cambiado, si la materia prima era la misma que siempre, si todo en general seguía del mismo modo que siempre, la culpa no podía ser de nadie más que del empleado.
Al día siguiente, llegó temprano, recién abierto, y abordó al trabajador más veterano. Le ofreció una reducción de sueldo hasta que el negocio floreciera, pero el burdo y desabrido salvaje empezó a gritarle improperios, le amenazó con irse al momento, y el jefe lo dejó tranquilo.
Luego, lo intentó con el más joven, y a pesar de que el jefe estaba bastante acobardado por lo que había sucedido hacía diez minutos, el chico aceptó. Si supiera, que incluso en los buenos tiempos él cobraba 100 euros menos que su compañero por el mismo trabajo...
Después de una época de altibajos, los clientes regresaron en tropel, y al jefe se le olvidó subir los sueldos. De hecho, contrato a dos trabajadores más por cien euros menos al mes, ya que en España, y por tanto también en Catalunya, había una crisis severa.
Tras un año de beneficios, el jefe decidió adquirir el local de al lado para ampliar las instalaciones, sólo que a su mujer se le ocurrió enterarse de que él le era infiel y le exigió el divorcio. Ante la tormenta económica que se le venía encima, el jefe buscó un socio entre los patronos que también se habían forrado con la crisis. Un socio español.
El nuevo jefe español empezó a trabajar junto a sus empleados para ganarse un sueldo extra y controlarlos de cerca, pero pronto se dio cuenta de que le venía más a cuenta contratar a dos personas más y darles un poco más de la mitad de lo que él ganaba.
Llegado el momento, el segundo camarero que entró a trabajar en el bar original decidió tomarse un descanso. Además, no le hacía gracia saber que su compañero ganaba más y todas sus peticiones de aumento de sueldo habían sido ignoradas. Entonces, entre los dos jefes intentaron convencerle de que la situación económica del país no era la mejor para dejar un trabajo.
Podían decirle lo que quisieran. Él estaba decidido a dejarlo: con el finiquito aguantaría un par de meses mientras estudiaba para aspirar a un trabajo mejor. Como no cambiaba de opinión, su jefe le llamó por teléfono por la noche y le acusó de ser poco inteligente, de ser muy joven y de no tener cabeza.
Al día siguiente, el segundo jefe le explicó al camarero disidente que el finiquito sería mucho menor del que él pensaba, por no se sabe qué asuntos del IRPF y de los convenios.
Después de dos días llorando, quizá porque era muy joven, el camarero se gastó doscientos euros en visitar a dos asesores y a un abogado. Dos de los tres le dijeron que tenía derecho a mucho más.
En realidad, el camarero no salió muy convencido, porque daba la sensación de que en todas partes le atendían trabajadores mal pagados.
¿Qué ocurrió al final? Se fue, como prometió. Todavía tuvo que aguantar algún chantaje emocional por parte del primer jefe y, al final, una despedida deshonrosa. Había pasado cinco años trabajando en aquel bar y nunca podría regresar allí porque no sería bienvenido.
Como era un currante nato, otro empresario con ojo lo contrató para que hiciera muchas horas por poco dinero. En cualquier caso, ganaba más que en el anterior bar y, de momento, el jefe le trataba con respeto.
En realidad, la historia real termina dos párrafos antes, cuando el camarero visita a los asesores y al abogado y se queda con la duda sobre si recibirá el dinero que le habían prometido (hay 1.500 euros de diferencia entre lo que el jefe le quiere dar y lo que él había calculado según el contrato). Quería terminarlo como un cuento abierto y favorable al protagonista, pero la realidad es que el camarero termina mañana y yo estoy escribiendo desde la misma mesa que ocupo cada día en el bar donde ha sucedido todo.
Mañana también podrían poner los primeros ladrillos de un muro entre Catalunya y España. Es extraño, porque a mi amigo el camarero y al resto de catalanes les podría cambiar la vida mañana y, sin embargo, todo parece indicar que nada va a cambiar.
De hecho, estoy seguro: nada va a cambiar en los próximos años.
Comentarios