Soy un pueblerino de ciudad. Me he criado en el asfalto, entre solares yermos, y lo más parecido al campo han sido pequeñas huertas regadas con mucho esfuerzo.
Al adentrarme en Castilla, de Valladolid a Salamanca, uno se pierde en la inmensidad ocre de la que tanta belleza extrajeron Machado, Unamuno y tantos otros.
Esa sensación de que la naturaleza no ha dejado hueco sin rellenar: el campo de cereales, los árboles aislados, el horizonte lejano, etc. gira sobre sí misma cuando menos te la esperas y lo que sientes, de pronto, es la exposición al vacío.
De Salamanca a la comarca de Vitigudino se suceden los trigales y los campos de girasoles. En ocasiones, un encinar brevísimo rompe la monotonía del paisaje.
Muy pronto, entre Monleras, Golpejas y la urbe más importante, Vitigudino, se aprecia un cambio sutil en los paisajes. El horizonte parece acortarse. Gana terreno el pasto. Y, de vez en cuando, uno ve vacas blanquísimas, otras pardas. A sus anchas, atacando al pobre árbol aislado de sus congéneres, o haciendo lo suyo, que es pastar.
Tras otro rato, en coche, claro, porque andando las distancias son enormes, un grupo de toros aparentemente mansos. ¿Serán de lidia? No entiendes nada de ganado, y cuando los ves junto a algunas vacas, te descolocan esos toros. ¿Acaso no hay toros que no sean de lidia? Debe de haberlos, por fuerza pues hay terneros.
Las escenas se suceden, y te llama la atención que los grupos de vacas no pasan de la docena. Puede que se hayan disuelto, porque el campo no aparece acabarse nunca, y se las ve libres. Esto lo detecto porque no hacen nada por salirse de los límites difuminados por los arcenes invadidos por las malas hierbas y los berzales.
Hay pocas vacas en el campo charro, pero todavía hay menos personas. La costumbre de diseminar chalets y urbanizaciones que tanto gusta a orillas del Mediterráneo o en la sierra madrileña aquí no se estila.
Pueden pasar muchos kilómetros de pastos sin que aparezca una sola casa. Los ganaderos viven en pueblos de menos de mil personas, excepto la capital de la comarca. Algunos siguen resguardándose de la rutina urbana en pedanías y aldeas.
Muchos se quejan de que ahora ponen innumerables trabas burocráticas para tener una cabeza de ganado, que no sale a cuenta, y que los permisos y los impuestos los aburren o los acaban dejando con lo puesto.
Algunos ganaderos ansían jubilarse para pasear con el perro que antes ejercía de pastor y ahora orillea las charcas secas sin encontrar una sola vaca en su camino.
NOTA: La imagen pertenece a la autora que la firma.
Al adentrarme en Castilla, de Valladolid a Salamanca, uno se pierde en la inmensidad ocre de la que tanta belleza extrajeron Machado, Unamuno y tantos otros.
Esa sensación de que la naturaleza no ha dejado hueco sin rellenar: el campo de cereales, los árboles aislados, el horizonte lejano, etc. gira sobre sí misma cuando menos te la esperas y lo que sientes, de pronto, es la exposición al vacío.
De Salamanca a la comarca de Vitigudino se suceden los trigales y los campos de girasoles. En ocasiones, un encinar brevísimo rompe la monotonía del paisaje.
Muy pronto, entre Monleras, Golpejas y la urbe más importante, Vitigudino, se aprecia un cambio sutil en los paisajes. El horizonte parece acortarse. Gana terreno el pasto. Y, de vez en cuando, uno ve vacas blanquísimas, otras pardas. A sus anchas, atacando al pobre árbol aislado de sus congéneres, o haciendo lo suyo, que es pastar.
Tras otro rato, en coche, claro, porque andando las distancias son enormes, un grupo de toros aparentemente mansos. ¿Serán de lidia? No entiendes nada de ganado, y cuando los ves junto a algunas vacas, te descolocan esos toros. ¿Acaso no hay toros que no sean de lidia? Debe de haberlos, por fuerza pues hay terneros.
Las escenas se suceden, y te llama la atención que los grupos de vacas no pasan de la docena. Puede que se hayan disuelto, porque el campo no aparece acabarse nunca, y se las ve libres. Esto lo detecto porque no hacen nada por salirse de los límites difuminados por los arcenes invadidos por las malas hierbas y los berzales.
Hay pocas vacas en el campo charro, pero todavía hay menos personas. La costumbre de diseminar chalets y urbanizaciones que tanto gusta a orillas del Mediterráneo o en la sierra madrileña aquí no se estila.
Pueden pasar muchos kilómetros de pastos sin que aparezca una sola casa. Los ganaderos viven en pueblos de menos de mil personas, excepto la capital de la comarca. Algunos siguen resguardándose de la rutina urbana en pedanías y aldeas.
Muchos se quejan de que ahora ponen innumerables trabas burocráticas para tener una cabeza de ganado, que no sale a cuenta, y que los permisos y los impuestos los aburren o los acaban dejando con lo puesto.
Algunos ganaderos ansían jubilarse para pasear con el perro que antes ejercía de pastor y ahora orillea las charcas secas sin encontrar una sola vaca en su camino.
NOTA: La imagen pertenece a la autora que la firma.
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