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En una aldea de Salamanca

Si la carretera es pequeña, el camino que conduce a la aldea es escueto. Conviene alegrarse de que lo hayan asfaltado recientemente.

El sol cae a plomo, A los lados amarillean los pastos. Sólo a lo lejos campan un grupo de vacas. Nada más.

Antes de la aldea, un cementerio, el más pequeño que mis ojos hayan visto nunca. No esperan ampliaciones, pues en la aldea viven de seguido sólo seis personas. Censadas hay hasta una docena, porque así pagan menos impuestos de sus vehículos.
Entre la hierba pajiza resaltan unos peñascos azulados, como aristas de montañas transportadas por capricho al campo llano. Ellos les llaman peñas. Aparecen en cualquier parte y por lo común no pasan del metro de alto (harán entre tres y siete metros de diámetro).

A la entrada de la aldea, una iglesia de estilo románico muy cuca. Es la niña mimada de los contornos. Al parecer, es la reconstrucción de la reconstrucción de algún antiguo templo que se vino abajo por las llamas.

Dos calles parten de la iglesia, y se abrazan unos cincuenta metros más adelante, de modo que configuran la aldea como una parábola.

Siguiendo por la calle de la derecha, una casa abandonada, pero en pie; una antigua reformada y otra más moderna, de paredes encaladas. Excepto esa casa y dos más, también habitadas, lo que predomina es la piedra grisácea y el tejado de cañizo sobre vigas de madera.

Hacia la confluencia de las dos calles empiezan a verse casas medio derruidas, sobre todo hacia el interior de la parábola. En ocasiones, las raíces de un árbol han sacudido el suelo; en otras se ha desplomado el techo; en muchas, las piedras parecen fruto de una tirada de dados. Otras casas, piedra sobre piedra, parecen esperar a que su dueño encienda la lumbre.

Por la noche, se puede sentir cierta energía en las antiguas moradas, hoy ruinas. Las sombras se ciernen amenazadoras sobre la vegetación indómita que ha invadido las caballerizas y corrales, muchas veces separadas de la casa principal por una senda de pocos metros que caracolea hasta un vericueto donde la negrura de la noche aconseja no pisar las malas hierbas.

El segundo camino no ofrece tregua alguna con la vida humana excepto al final, con otra casa nueva, la tercera de la aldea. Al cabo de unos pocos segundos, entre zarzales, se llega a la vieja escuela y, de nuevo, pegada a ella, la iglesia.

La parábola encierra en su seno un espacio vacío de pastos abandonados, que en otros tiempos debieron dar de comer al ganado. Asoman, como en toda la aldea, picos de peñascos, que de noche, son todavía azules.

De los seis residentes, sólo dos continúan en activo, aunque en la actualidad sólo menudean con la agricultura y pocos animales de granja.

Hay una pareja de ancianos que sólo se deja ver cada muchos días, de manera que no se sabe a ciencia cierta si viven o han muerto.

Dos hermanos viven en una de las casas nuevas al cuidado de un jardín de flores, un perro tan grande como manso y unas pocas gallinas.

Antes, comentan con nostalgia, llegaron a vivir cien personas en el pueblo (ellos no le llaman aldea). También antes manaba con abundancia la fuente del caño, que ahora discurre escasa a más de un metro bajo el suelo. Las charcas donde bebía el ganado iban mucho más cargadas de agua. Cada cual tenía sus vacas, ovejas, incluso puercos. Algunos pastoreaban a lo largo y ancho de Castilla. Los inviernos eran más fríos. Los veranos menos inclementes.

La aldea se resiste a morir, pero cada noche los fantasmas se conjuran para apagar las pocas luces que clarean en las tinieblas.

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