Alguien tiene que dar la cara por dos profesionales de la comedia que nunca llegarán a alcanzar el estatus de estrellas del humor.
Me refiero a Miki Nadal y a Florentino Fernández, alias Flo.
Cada uno de ellos lleva entre quince y veinte años sin bajarse del candelero y a pesar de que siguen en edad fértil ya saben que cuando se retiren nadie los recordará en un país tan poco exigente con los humoristas como España. Un país en el que, desde que nací, Miguel Gila es venerado como el mejor en su profesión (sector televisivo) y en el que aún se recuerda con nostalgia a fenómenos de otra galaxia como el dúo Sacapuntas, Arévalo y otros personajes que en el Reino Unido no habrían hecho ni los lavabos de la BBC.
Hay que remontarse a finales de los noventa para asistir a la irrupción del último fenómeno televisivo del humor, Chiquito de la Calzada. Recordemos que José Mota ya tenía el culo pelado de hacer programas. Y sí, Joaquín Reyes ha resultado un feliz hallazgo, y no digamos Berto Romero (mucho mejor que su tío Andreu), pero por algún motivo no han llegado al vulgo. Ni siquiera el gran Wyoming, entrado en canas, carnes y años, lo ha conseguido (el sustrato mayoritario del pueblo español se resista a todo lo que huele a cultura y progresismo).
Pero yo quiero rendir homenaje a Flo y a Miki, que es el motivo anzuelo de este artículo.
Muy en el fondo, nos parecemos.
A los dos les sobran muchos kilos, como a mí.
La cámara los odia, igual que a mí.
Ninguno de los tres tenemos ni puta gracia.
Hasta ahí las semejanzas.
De todos modos, lo que de verdad me lleva a encandilarme de los personajes de la subcultura televisiva es lo que aparentemente nos diferencia.
A mí los errores profesionales me han pasado factura. Ellos vuelan de programa en programa y son capaces de sobrevivir a los más espantosos fracasos televisivos. Sin embargo, no conocen el paro desde hace eones.
Ni caen en gracia ni son graciosos, y a pesar de todo, nadie discute su condición de cómicos. En mi caso llevo veinte años reivindicándome como artista multifacético y sólo me lo llamo yo y casi siempre en broma.
Atención, me llega la información veraz de que los dos están pluriempleados. Puede que incluso sean millonarios (de pesetas) y que alguien les lleve las cuentas, porque con tanto trabajo a cuestas, el dinero será un tema secundario gestionado por un grupo inversor.
Es posible incluso que, con tanto trabajo a cuestas, hayan sufrido algún percance nervioso o cualquier lesión muscular y, obligados por las circunstancias, hayan tenido que recurrir a estimulantes. Espero que no. Todos sabemos a dónde conducen las drogas.
Ahora mismo, y no estoy bromeando, es muy probable que Bono, el cantante de U2, vea más tiempo a su familia que Miki Nadal a la suya (por cierto, muy mal por los envidiosos que cuestionan los sentimientos de la joven belleza que acaba de desposar el cómico).
Oigo de fondo las risas forzadas del programa del que más furibundas críticas he leído últimamente, Killer Karaoke. Lo confieso, lo he puesto para saber qué hay de cierto en tanta inquina y, aunque he visto de reojo cinco minutos y el sonido está a un volumen razonable, y por tanto he agudizado mi oído, no he entendido absolutamente nada de lo que pasa. Tendré que verlo un rato, aunque sea a costa de otros cinco minutos de mi escaso tiempo. Será otro día. Internet está para otras cosas.
De Miki Nadal he escuchado que anda detrás de un programa en el que los niños se disfrazan de famosos cantantes adultos y, por algún motivo, él apadrina a uno de esos críos y puede que también cante disfrazado. No lo sé a ciencia cierta. El programa y yo no coincidimos en el tiempo. Algunas tardes, cuando estaba en el paro, lo veía en torno a una mesa de humoristas. Recuerdo el contraste entre su imagen y la de Cristina Pedroche. Ella, rabiosamente bella, y basta como un camionero. Él, basto en todo su ser menos los ojuelos pequeños encerrados en una cabezota de pulpo. Durante muchos programas hablaba lo equivalente a medio folio en Word, letra Times New Roman tamaño 12, interlineado doble y los márgenes por defecto.
Es más o menos la longitud de mis pensamientos cuando entro en el vagón de metro a las ocho y veinte de camino al trabajo. Para ser más exactos, es lo que pasa por mi cabeza en el trayecto entre tres paradas.
Me refiero a Miki Nadal y a Florentino Fernández, alias Flo.
Cada uno de ellos lleva entre quince y veinte años sin bajarse del candelero y a pesar de que siguen en edad fértil ya saben que cuando se retiren nadie los recordará en un país tan poco exigente con los humoristas como España. Un país en el que, desde que nací, Miguel Gila es venerado como el mejor en su profesión (sector televisivo) y en el que aún se recuerda con nostalgia a fenómenos de otra galaxia como el dúo Sacapuntas, Arévalo y otros personajes que en el Reino Unido no habrían hecho ni los lavabos de la BBC.
Hay que remontarse a finales de los noventa para asistir a la irrupción del último fenómeno televisivo del humor, Chiquito de la Calzada. Recordemos que José Mota ya tenía el culo pelado de hacer programas. Y sí, Joaquín Reyes ha resultado un feliz hallazgo, y no digamos Berto Romero (mucho mejor que su tío Andreu), pero por algún motivo no han llegado al vulgo. Ni siquiera el gran Wyoming, entrado en canas, carnes y años, lo ha conseguido (el sustrato mayoritario del pueblo español se resista a todo lo que huele a cultura y progresismo).
Pero yo quiero rendir homenaje a Flo y a Miki, que es el motivo anzuelo de este artículo.
Muy en el fondo, nos parecemos.
A los dos les sobran muchos kilos, como a mí.
La cámara los odia, igual que a mí.
Ninguno de los tres tenemos ni puta gracia.
Hasta ahí las semejanzas.
De todos modos, lo que de verdad me lleva a encandilarme de los personajes de la subcultura televisiva es lo que aparentemente nos diferencia.
A mí los errores profesionales me han pasado factura. Ellos vuelan de programa en programa y son capaces de sobrevivir a los más espantosos fracasos televisivos. Sin embargo, no conocen el paro desde hace eones.
Ni caen en gracia ni son graciosos, y a pesar de todo, nadie discute su condición de cómicos. En mi caso llevo veinte años reivindicándome como artista multifacético y sólo me lo llamo yo y casi siempre en broma.
Atención, me llega la información veraz de que los dos están pluriempleados. Puede que incluso sean millonarios (de pesetas) y que alguien les lleve las cuentas, porque con tanto trabajo a cuestas, el dinero será un tema secundario gestionado por un grupo inversor.
Es posible incluso que, con tanto trabajo a cuestas, hayan sufrido algún percance nervioso o cualquier lesión muscular y, obligados por las circunstancias, hayan tenido que recurrir a estimulantes. Espero que no. Todos sabemos a dónde conducen las drogas.
Ahora mismo, y no estoy bromeando, es muy probable que Bono, el cantante de U2, vea más tiempo a su familia que Miki Nadal a la suya (por cierto, muy mal por los envidiosos que cuestionan los sentimientos de la joven belleza que acaba de desposar el cómico).
Oigo de fondo las risas forzadas del programa del que más furibundas críticas he leído últimamente, Killer Karaoke. Lo confieso, lo he puesto para saber qué hay de cierto en tanta inquina y, aunque he visto de reojo cinco minutos y el sonido está a un volumen razonable, y por tanto he agudizado mi oído, no he entendido absolutamente nada de lo que pasa. Tendré que verlo un rato, aunque sea a costa de otros cinco minutos de mi escaso tiempo. Será otro día. Internet está para otras cosas.
De Miki Nadal he escuchado que anda detrás de un programa en el que los niños se disfrazan de famosos cantantes adultos y, por algún motivo, él apadrina a uno de esos críos y puede que también cante disfrazado. No lo sé a ciencia cierta. El programa y yo no coincidimos en el tiempo. Algunas tardes, cuando estaba en el paro, lo veía en torno a una mesa de humoristas. Recuerdo el contraste entre su imagen y la de Cristina Pedroche. Ella, rabiosamente bella, y basta como un camionero. Él, basto en todo su ser menos los ojuelos pequeños encerrados en una cabezota de pulpo. Durante muchos programas hablaba lo equivalente a medio folio en Word, letra Times New Roman tamaño 12, interlineado doble y los márgenes por defecto.
Es más o menos la longitud de mis pensamientos cuando entro en el vagón de metro a las ocho y veinte de camino al trabajo. Para ser más exactos, es lo que pasa por mi cabeza en el trayecto entre tres paradas.
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