Después de un curso y un principio de año movidito en cuanto a las relaciones personales, podría pensar que voy por mal camino, que mis problemas con los seres humanos me retratan como un tipo conflictivo, culpable de todos los males que le persiguen.
Sin embargo, de lo único que me declaro culpable es de equivocarme por el mismo motivo que acierto en otros asuntos, porque tengo derecho a hacer las cosas mejor o peor según las circunstancias, porque no soy inmune al error y, por ende, desconozco la fórmula mágica para actuar siempre en virtud de unos principios éticos que, además, suelo revisar cada cierto tiempo.
De lo que no puedo pedir disculpas es de no bailarle al agua a todo el mundo. Con unos me habré excedido; con otros no habré llegado; a algunos les he aguantado más de lo que se merecen y a unos pocos no les he dejado pasar ni una.
El otro día un individuo me quería aleccionar sobre mi "gran problema", como si me conociera íntimamente, como si él no tuviera nada mejorable, y alguien superior le hubiera traspasado el don de decidir quién debe mejorar y quién no. Me negué en rotundo y se enfadó. Mala suerte, compañero. La vejez no siempre nos hace más sabios. Y mi paciencia tampoco era infinita.
También tendría que haber soltado dos buenos puñetazos en su momento, no a ése que quería tutelarme sino a otros, pero me los tragué y luego los escupí desahogándome sin violencia alguna en forma de palabras. ¿Por qué? Por principios, por prudencia... No lo sé bien. Supongo que, muy en el fondo, era consciente de que puedo arreglar los asuntos sin necesidad de causar ni causarme lesiones. Algo que no todo el mundo puede decir.
Últimamente me han tocado más las narices de lo razonable sin venir a cuento, y algunos, no todos, para colmo, han querido que me tragara su píldora venenosa: tú eres el problema, chico. Cambia ya o te irá muy mal en la vida.
Pues no me da la gana.
No saben la cantidad de gente que me ha renovado su cariño; los afectos nuevos que me han llenado el espíritu y la felicidad que, por otra parte, me embarga y que contaré algún día en forma de ficción para beneplácito de los aficionados a la glucosa.
Esta vez las fuerzas tenebrosas, el lado oscuro, Mordor, o como leches se quieran llamar, han fracasado. No, no han logrado que me pase a su bando, a los que se creen Darth Vader cuando sólo son pobres troopers.
Y lo mejor de todo es que no han conseguido que me crea un Luke Skywalker, ni siquiera un Han Solo, que me gusta mucho más. Si acaso me compararía con uno de los pilotos que sobrevive al asalto a la Estrella de la Muerte y que aparece en la película tres segundos.
Al encenderse las luces del cine, o al apagar el DVD, estoy seguro de que ese personaje anónimo, como yo, se siente bien en su imperfección y nada culpable por haberse enfrentado a los puñeteros malos.
En cualquier caso, es un placer disfrutar de la libertad de discernir qué puedo mejorar. No son pocos los frentes. Así que se terminó la palabrería por hoy.
Sin embargo, de lo único que me declaro culpable es de equivocarme por el mismo motivo que acierto en otros asuntos, porque tengo derecho a hacer las cosas mejor o peor según las circunstancias, porque no soy inmune al error y, por ende, desconozco la fórmula mágica para actuar siempre en virtud de unos principios éticos que, además, suelo revisar cada cierto tiempo.
De lo que no puedo pedir disculpas es de no bailarle al agua a todo el mundo. Con unos me habré excedido; con otros no habré llegado; a algunos les he aguantado más de lo que se merecen y a unos pocos no les he dejado pasar ni una.
El otro día un individuo me quería aleccionar sobre mi "gran problema", como si me conociera íntimamente, como si él no tuviera nada mejorable, y alguien superior le hubiera traspasado el don de decidir quién debe mejorar y quién no. Me negué en rotundo y se enfadó. Mala suerte, compañero. La vejez no siempre nos hace más sabios. Y mi paciencia tampoco era infinita.
También tendría que haber soltado dos buenos puñetazos en su momento, no a ése que quería tutelarme sino a otros, pero me los tragué y luego los escupí desahogándome sin violencia alguna en forma de palabras. ¿Por qué? Por principios, por prudencia... No lo sé bien. Supongo que, muy en el fondo, era consciente de que puedo arreglar los asuntos sin necesidad de causar ni causarme lesiones. Algo que no todo el mundo puede decir.
Últimamente me han tocado más las narices de lo razonable sin venir a cuento, y algunos, no todos, para colmo, han querido que me tragara su píldora venenosa: tú eres el problema, chico. Cambia ya o te irá muy mal en la vida.
Pues no me da la gana.
No saben la cantidad de gente que me ha renovado su cariño; los afectos nuevos que me han llenado el espíritu y la felicidad que, por otra parte, me embarga y que contaré algún día en forma de ficción para beneplácito de los aficionados a la glucosa.
Esta vez las fuerzas tenebrosas, el lado oscuro, Mordor, o como leches se quieran llamar, han fracasado. No, no han logrado que me pase a su bando, a los que se creen Darth Vader cuando sólo son pobres troopers.
Y lo mejor de todo es que no han conseguido que me crea un Luke Skywalker, ni siquiera un Han Solo, que me gusta mucho más. Si acaso me compararía con uno de los pilotos que sobrevive al asalto a la Estrella de la Muerte y que aparece en la película tres segundos.
Al encenderse las luces del cine, o al apagar el DVD, estoy seguro de que ese personaje anónimo, como yo, se siente bien en su imperfección y nada culpable por haberse enfrentado a los puñeteros malos.
En cualquier caso, es un placer disfrutar de la libertad de discernir qué puedo mejorar. No son pocos los frentes. Así que se terminó la palabrería por hoy.
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