Así es como me siento. Atascado. Pocas palabras resultan tan onomatopéyicas como ésta. Y en inglés, con "stuck" sucede lo mismo. El sonido de una "t" y el de una "k" en la misma palabra conforman una barrera insuperable. Tanto uno como otro vocablo se convierten en un escupitajo o un esputo que te congelan el ánimo.
Ahora, la confesión. Si alguien considera que es fácil exhibirse así, que lo intente. Por favor, que lo haga y que me cuente su experiencia. No hace falta tener un espejo delante para saber la cara de imbécil que se te queda cuando te sinceras y acabas llorando la derrota.
Es una confesión que hago para que no me quite el sueño y no la anunciaría aquí si se tratara "sólo" de un atrancamiento vital. Los que me conocen bien saben que derrocho en todo menos en vitalidad. Y lo estoy empezando a asumir con la esperanza de reencontrar la fuerza necesaria para volver a ser animal, porque creo en la paradoja y no, no me gusta nada vivir en el lamento de un girasol que niega constantemente. Lo de la vida interior de las plantas queda bien como título de bestseller, pero no se lo deseo a nadie (a mis enemigos sólo les deseo la muerte, pero por una cuestión práctica: para que me dejen en paz durante los años que me queden).
En realidad, sólo me he asomado a la ventana del blog para lamentar que todos mis intentos por escribir literatura acaben acumulándose en un cajón que empieza a quejarse de estar tan saturado.
No sé con qué proyecto continuar ni por cuál apostar fuerte (tendré una treintena de posibilidades igual de inciertas, y no exagero). Desconozco si merece la pena retroceder y reconstruir una novela o unos cuentos fallidos, o si es preferible tirar para adelante con algo nuevo como los burros con antifaz que se adentran en los campos desnudos y acaban arando el terreno o abonándolo aunque sólo sea por el puro trote.
Estas dudas que surgen del estancamiento provocan el eructo de un ajo que se come a sí mismo y, a su vez, me enredan en una tela de araña de la que no me puedo librar.
No sé tampoco a dónde ha ido a parar tanto tiempo despilfarrado en emprender aventuras narrativas. De acuerdo, nunca debes esperar nada cuando te empleas en ello voluntariamente, pero es inevitable que uno albergue esperanzas de que su trabajo fructifique. Uno no cría a un hijo para que le haga millonario, pero tampoco espera que le arranque los ojos.
Tengo la sensación de que es mi carácter perfectamente anormal el que me impide arriar las velas con una brújula cuerda. Ya no es que la anatomía del buque, o de la lancha (si peco de petulante), sea mejorable, porque siempre lo será, ni que los malos vientos y las corrientes del azar me aparten de la estela de una tierra fértil.
Creo que soy yo el que me estoy autosaboteando: el que deja las novelas a medias, el que no acaba de pulir los textos, el que empieza proyectos por deporte, el que no defiende su obra, el que deja que el tiempo pase, el que pierde las horas y las fuerzas escribiendo tonterías en foros estériles.
Soy yo. Creo. Y cuando uno está atrancado, más que ánimos, necesita aprender a no caer una y otra vez en los mismos agujeros.
Y ahora viene cuando la matan, cuando mis pocos pero buenos amigos se debaten entre darme la palmadita o no caer en la trampa. Y yo esperaré que me muestren su afecto, pero al mismo tiempo me avergonzaré de obligarlos.
Mientras, los escritores hábiles seguirán construyendo un universo afectivo con el que conseguir llevar a buen puerto sus textos, y harán un amigo allí, otro allá, y al final un agente o un editor acabará convencido de que una persona diestra en las relaciones personales merece la pena decir la suya. Y no, no me quejo de que a otros les vaya bien. Lo que me mantiene varado en la arena nada tiene que ver con el acierto de los demás, sino con mi propio desatino.
Por poético que parezca, errar sin rumbo no puede complacer a nadie, ni siquiera a un tonto como yo.
Ahora, la confesión. Si alguien considera que es fácil exhibirse así, que lo intente. Por favor, que lo haga y que me cuente su experiencia. No hace falta tener un espejo delante para saber la cara de imbécil que se te queda cuando te sinceras y acabas llorando la derrota.
Es una confesión que hago para que no me quite el sueño y no la anunciaría aquí si se tratara "sólo" de un atrancamiento vital. Los que me conocen bien saben que derrocho en todo menos en vitalidad. Y lo estoy empezando a asumir con la esperanza de reencontrar la fuerza necesaria para volver a ser animal, porque creo en la paradoja y no, no me gusta nada vivir en el lamento de un girasol que niega constantemente. Lo de la vida interior de las plantas queda bien como título de bestseller, pero no se lo deseo a nadie (a mis enemigos sólo les deseo la muerte, pero por una cuestión práctica: para que me dejen en paz durante los años que me queden).
En realidad, sólo me he asomado a la ventana del blog para lamentar que todos mis intentos por escribir literatura acaben acumulándose en un cajón que empieza a quejarse de estar tan saturado.
No sé con qué proyecto continuar ni por cuál apostar fuerte (tendré una treintena de posibilidades igual de inciertas, y no exagero). Desconozco si merece la pena retroceder y reconstruir una novela o unos cuentos fallidos, o si es preferible tirar para adelante con algo nuevo como los burros con antifaz que se adentran en los campos desnudos y acaban arando el terreno o abonándolo aunque sólo sea por el puro trote.
Estas dudas que surgen del estancamiento provocan el eructo de un ajo que se come a sí mismo y, a su vez, me enredan en una tela de araña de la que no me puedo librar.
No sé tampoco a dónde ha ido a parar tanto tiempo despilfarrado en emprender aventuras narrativas. De acuerdo, nunca debes esperar nada cuando te empleas en ello voluntariamente, pero es inevitable que uno albergue esperanzas de que su trabajo fructifique. Uno no cría a un hijo para que le haga millonario, pero tampoco espera que le arranque los ojos.
Tengo la sensación de que es mi carácter perfectamente anormal el que me impide arriar las velas con una brújula cuerda. Ya no es que la anatomía del buque, o de la lancha (si peco de petulante), sea mejorable, porque siempre lo será, ni que los malos vientos y las corrientes del azar me aparten de la estela de una tierra fértil.
Creo que soy yo el que me estoy autosaboteando: el que deja las novelas a medias, el que no acaba de pulir los textos, el que empieza proyectos por deporte, el que no defiende su obra, el que deja que el tiempo pase, el que pierde las horas y las fuerzas escribiendo tonterías en foros estériles.
Soy yo. Creo. Y cuando uno está atrancado, más que ánimos, necesita aprender a no caer una y otra vez en los mismos agujeros.
Y ahora viene cuando la matan, cuando mis pocos pero buenos amigos se debaten entre darme la palmadita o no caer en la trampa. Y yo esperaré que me muestren su afecto, pero al mismo tiempo me avergonzaré de obligarlos.
Mientras, los escritores hábiles seguirán construyendo un universo afectivo con el que conseguir llevar a buen puerto sus textos, y harán un amigo allí, otro allá, y al final un agente o un editor acabará convencido de que una persona diestra en las relaciones personales merece la pena decir la suya. Y no, no me quejo de que a otros les vaya bien. Lo que me mantiene varado en la arena nada tiene que ver con el acierto de los demás, sino con mi propio desatino.
Por poético que parezca, errar sin rumbo no puede complacer a nadie, ni siquiera a un tonto como yo.
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