Dedicado, sí, otra vez, a Antonio Machado; y un poco a mi padre, que quería que fuera profesor a los veintitrés años para asegurarme el futuro... cuando había futuro. Por supuesto, me negué a obedecerlo. Doce años después cumplí parte de su sueño, que ya es un pedazo de mi sueño.
Que yo quería ser escritor, padre, que dar clases no me
gustaba, que pensaba que era mediocre, que era muy fácil, que era conformarse.
Que me he dado cuenta de que no, de que no tenían razón
aquellos que me sentenciaron: sin vocación, ¡no podrás dar clases! Pues las
doy, padre, y te diré la verdad: hay momentos en los que me siento muy útil,
pero muy poco importante.
Y sigo queriendo escribir, padre, y cuando voy hacia el
instituto o me desvelo escribo sin la intención de hacerlo, y cuando sueño
despierto, ¿acaso no escribimos todos un poco?
Qué gran escritor sería si me creyera insignificante y amara
más que a mí mismo las palabras, las frases y la música que emana cada oración
y cada silencio.
Que mis textos sean ventanas para compartir cómo veo las
cosas que todos vemos, pero con los vidrios propios. Igual que los alumnos
cogen o desechan lo que trato de sembrar en sus corazones.
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