Hasta hace poco tiempo teníamos una ventaja sobre nuestros
padres y abuelos. El mundo no ha cambiado demasiado en cincuenta o sesenta
años, pero no hay duda de que los defectos del sistema se han exagerado, mientras
que parece que los ideales de justicia, igualdad y libertad se han desvirtuado
en los países donde mejor han ido las cosas (se da por supuesto que están
instaurados y ése es precisamente el error).
Y digo que teníamos una ventaja, porque desde que nos
creímos que habíamos conseguido instaurar el estado del bienestar, algo que
sólo han rozado las clases medias de algunos países del norte de Europa,
automáticamente los jóvenes nacidos en las décadas de los setenta, ochenta y
noventa conseguimos sobrevivir en el mundo laboral sin perder la dignidad.
Desde luego que algunos sufrimos para abrirnos camino en el mundo laboral, pero
conozco pocos casos de maltrato. Al menos, siempre teníamos la posibilidad de
marcharnos.
Nuestros mayores fueron esclavizados y ninguneados por los
que les daban trabajo como quien ofrece las sobras de una limosna y espera a
cambio un reconocimiento.
Estaban sometidos por las fuerzas de seguridad, de manera
que eran fuerzas represivas. Los políticos también ejercían su poder feudal,
además de los terratenientes, los amigos de todos los anteriores, etc.
La pérdida de la dignidad dio como fruto, en casi todas las
ocasiones, la anulación de la capacidad de trascender de los españoles.
Prohibido anhelar, desear y, sobre todo, soñar.
Nuestros mayores tuvieron que tragar con el veneno turbio,
sin saber por qué ni quién ni cuándo ni dónde y aprendieron desde bien pequeños
que no era bueno escarbar en el pasado, que el presente era duro y el futuro
sólo pasaba por trabajar: cada uno en su lugar.
Y daban las gracias por tener un mendrugo de pan y un pedazo
de pichón para el caldo.
A partir de los setenta se abrieron otros horizontes, que
apenas trastocó el espíritu de nuestros antepasados, pero sí que les permitió
criar hijos con un espectro más amplio de valores.
Que no les falte de nada a mis hijos, porque a ellos les
había faltado todo.
Que estudien, porque ellos apenas fueron al colegio.
Que sepan que el pasado de la Dictadura fue terrible, pero
mejor no insistir demasiado en ello, porque ellos tendrán miedo hasta el fin de
sus días.
Nosotros, los herederos, fuimos educados con la esperanza de
que estudiáramos. Nuestros padres harían el esfuerzo por pagarnos los estudios
si conseguíamos llegar a la universidad.
La bonanza económica de nuestros padres se palpaba al
instante. Si todo iba bien, nuestros hermanos tendrían más juguetes que
nosotros. Y las habitaciones de nuestros nietos no darían abasto para tanto
trasto.
Todos, ellos y nosotros, esperábamos que haciendo los deberes,
o sea sacándonos la carrera, podríamos trabajar en un puesto donde no
tuviéramos que partirnos el lomo ni subir a andamios ni bajar a las minas ni
desafiar la furia del mar.
Ganaríamos mucho dinero y llegaríamos a viejos de una pieza.
Ésa era la herencia de nuestros mayores. A cambio habían
perdido la dignidad y nos habían regalado el tiempo, o sea, la vida entera.
Sin embargo, poco a poco se fue descubriendo que ese anhelo
de nuestros padres, su única posibilidad de soñar, delegando en nosotros el beneficio
de esa quimera, era una mentira sin base ni fundamento.
La primera gran crisis económica del siglo XXI destapó la
falsedad de un precepto que el propio sistema caduco y dictatorial,
metamorfoseado en falsa democracia, se encargó de instalar en las mentalidades
de gente trabajadora y llana, incapaz, por falta de preparación y de tiempo, de
desarticular todo intento de manipulación.
Cuando un señor o una señora que pasa de los treinta años,
que se ha formado según las posibilidades que el sistema educativo español le
brindaba, se queda sin trabajo y sin esperanzas de conseguir un empleo duradero
que le guste mínimamente o que le permita realizarse, se da una doble ruptura. Por un lado, se queda estancado en el fango y, por otro, se aleja de su destino.
Nuestros mayores pueden considerar que no hemos hecho lo
suficiente, o quizá puedan culpar a la crisis, o a los políticos del momento, o
al sistema educativo si van más lejos, pero difícilmente encontrarán la raíz
del problema en la mentira que se han tragado. Aun en el caso de que pudieran,
sería demasiado doloroso descubrir que gran parte de su trabajo duro sólo ha
servido para pasar de un coche viejo a uno nuevo, de un pisucho a otro veinte
metros cuadrados mayor.
Nosotros podemos analizar el hecho en su conjunto y
quedarnos sin argumentos: si todo indicaba que fracasaríamos, ¿cómo se puede
solucionar cuando todo está en nuestra contra?
También podríamos ver el fenómeno de modo parcial y atacar a
cualquiera de los factores o actores fallidos.
O autoculparnos y flagelarnos.
Y, desgraciadamente, podemos sentirnos desheredados, de
manera que creamos que nuestros padres nos insuflaron unas expectativas que
tendrían que haber previsto que tal vez no se cumplirían.
No queremos dañarlos, porque nos sentimos superiores:
nuestro conocimiento teórico del mundo es mucho más elevado que el suyo. Nuestra
adaptación a las nuevas tecnologías es infinitamente superior. Las cosas que
ellos saben, el esfuerzo, vivir como si no tuvieran dignidad pero dignamente y
muchos más valores que no recocemos, no nos importan porque no sabemos siquiera
que existan. Y si alguien nos las ilumina pondremos en duda su utilidad.
Angustiados, intentaremos salir del agujero como podamos y
los empresarios estarán ahí para especular con sus negocios de bajos vuelos y
nos contratarán dándonos las sobras, lo mínimo que establezca una ley
perpetrada por otros mercaderes de seres humanos.
Trabajaremos el máximo de horas humanamente posibles y no
llegaremos a fin de mes. El que tenga una casa sin alquilar, aunque esté en la
misma situación que nosotros, no la pondrá en el mercado hasta que no le den el
dinero que los comerciantes consideran legítimo. Paralelamente, sus sueldos
bajarán como los nuestros. Desde luego, trabajaremos en lo que sea, nos
dedicaremos a tareas para los que no es necesario pasar por una facultad y nos encontraremos
lejos de realizarnos y a años luz de tener las cosas que nuestros mayores
consiguieron con esfuerzo, pero consiguieron.
Dentro de unos años, cuando tengamos la edad de nuestros
padres, descubriremos que también nos hemos esforzado. De una u otra manera
hemos rendido cuentas con el deber de trabajar y tengo dudas de que la
recompensa que obtengamos, los que soporten el tirón, merezca la pena.
Al menos nos queda el consuelo de poder hablar con nuestros
padres cara a cara. Ya sabemos lo que es pasar sin la dignidad laboral por el
mundo, con la cabeza gacha. Ahora bien, nuestros padres y abuelos, peor o
mejor, tienen su vivienda y una pensión. ¿Nosotros qué tenemos?
NOTAS:
1. Si el lector tiene veinte años o menos, probablemente se
haya encontrado con un padre peterpanesco que no encaja en la descripción
anterior. Será como verse en un espejo. Esto amplía las posibilidades de la
tragedia (me parece espantoso en su vertiente más cruda, pero si todo sale más o menos bien debería resultar incluso divertido).
2. He registrado la idea de los desheredados con el
propósito de desarrollarlo en un ensayo. No seas modernísimo: no todo es tuyo
por el mero hecho de poder acceder. Los contenidos tienen autores y autoras.
Eso sí, puedes compartir el artículo hasta que te canses. También puedes
posicionarte en contra punto por punto.
3. Todo intento de generalizar es injusto e incierto. Ahora
bien, dudo de que haya otra manera de contarlo. ¿Quién va a realizar un estudio
estadístico? ¿Quién respondería con sinceridad? Sí, he dedicado toda mi vida al
trabajo y he agachado la cabeza por el bien de mis hijos. Imposible.
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