A Zack Snyder le cuesta plantar una cámara y rodar una escena con actores de carne y hueso y sin efectos especiales de por medio. Cuando no le queda otra, siente la imperiosa necesidad de mover la cámara hacia donde sea, pero por poco tiempo, porque siempre tiene prisas en mostrar un plano más. Y otro. Y otro. El hombre de acero empieza de forma desconcertante. Parece otra película: una especie de Avatar ambientado en uno de los planetas de las últimas Star Wars. Y, sobre todo, empieza con un ritmo descomunal. Pura acción con un fuerte componente dramático. Algún día, alguien escribirá una tesis sobre el desconcierto que producen las películas, las obras en general, que se supone que van a ir por unos derroteros anclados en el imaginario colectivo.
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