Cumples los 37, sigues sin casar y
huérfano de hijos, y ese detalle basta para darte cuenta de que
perteneces a otra especie.
Miras al lado de las personas sensatas
y medianamente inteligentes y las ves cargadas de churumbeles, lo
mismo ocurre con los repetidores de EGB y demás desahucios sociales:
también forman familias numerosas.
Y tú, que tan juicioso te consideras,
que desde el púlpito imaginario notas los errores de los demás con
clarividencia meridiana te preguntas: ¿todo el mundo se ha
equivocado o sólo se trata de locura transitoria?
¿Qué ahorros tienen por si la niña
necesita un transplante de uñas muy costoso? ¿Cuánto saber
pedagógico han acumulado para educar niños en lugar de fieras? ¿Qué
seguridad les da la genética de que no saldrán tan cebollinos como
ellos mismos?
Te miras al espejo y ves un hombre
fofo, alopécico, sin oficio ni beneficio, y a tu abnegada novia la
encuentras normal. En realidad, muy bien, pero sin dejar de ser una
persona común.
¿Qué diablos esperas de tu
descendencia? ¿Quién te crees que eres? ¿Para qué quieres tener
hijos? ¿Acaso no anulan estas tres preguntas cualquier derecho a
tenerlos?
No te darás cuenta de que estas
disquisiciones te acercan a la persona moliente y corriente que
finges no ser. Básicamente porque el espejo muestra lo que tú
quieres que aparezca. Pasará el tiempo y si continúas pensando
igual tendrás repetidas crisis hasta que ya no puedas tener hijos y
todas estas reflexiones se conviertan en el lamento de lo que pudo
ser y ya no será.
Mientras tanto, unos cuantos críos
apuntan maneras de personas extraordinarias a pesar de la mirada
idiotizada de sus esperpénticos padres.
Tras tu asombro, pelean a cara de perro
la envidia y el goce de certificar que una vez más la naturaleza,
Dios, el Cosmos, o como se le quiera llamar, sabe rectificar algunos
errores evolutivamente.
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