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Capítulo cero de Raval Sunrise

El capítulo cero de la novela Raval Sunrise viene a sustituir al prólogo y, al mismo tiempo, nos sitúa en la acción.

También incluye el primer comunicado, cuya misión es dar pistas sobre uno de los acontecimientos más importantes del relato.

Empieza así...

COMUNICADO 1
Según nos acaba de informar el departamento de prensa de los Mossos d'esquadra, hubo un aviso de la bomba en la línea 3 del metro de Barcelona apenas tres minutos antes de la detonación. Según la misma fuente, la explosión ha causado un muerto y un herido grave, pero se desconoce todavía la identidad y la nacionalidad de estas dos personas. Hay, además, una decena de heridos leves de diversa consideración.


Por otra parte, seguimos a la espera de alguna información sobre la autoría del atentado. Desde la Conselleria d'Interior de la Generalitat de Catalunya transmiten un mensaje de tranquilidad, pero también de prudencia. Según Feliu Pons “podría haber más víctimas entre los restos de los vagones”. De cualquier modo, los cuerpos de seguridad llegados desde toda Cataluña están trabajando sin descanso para que a lo largo del día se restablezca la circulación en toda la línea 3. Mientras tanto, los usuarios afectados tendrán a su disposición un servicio de autobús que cubrirá el tramo entre Plaça Espanya y Plaça de Catalunya.


0. Otoño. Un año antes de la gran crisis económica.
A la gente de la calle, a los compañeros de la editorial, incluso a mi mujer, se les notaba el miedo en las comisuras de los labios, en los ojos sin brillo, en el rictus amargo. Aparentemente hacían vida normal, pero andaban todo el tiempo con la mirada perdida, incapaces de desvincularse de ese terror que les urgía a correr por las calles, evitar las conversaciones profundas y quedarse pegados ante cualquier pantalla, ya fuera de televisión, de ordenador o de teléfono móvil.

Después del shock mundial de las torres gemelas, los occidentales, con Estados Unidos a la cabeza, invadieron Afganistán e Iraq. La respuesta de los radicales musulmanes llegó en forma de explosiones salvajes con el atentado de los trenes en Madrid en 2004. Al poco, en julio de 2005, ocurrió el ataque al metro de Londres, que pudo ser peor, pero, ¡qué lejos queda la historia cuando se persigue el momento!, supuso un auténtico trauma para los ingleses sólo comparable al recuerdo todavía vivo de los bombardeos durante la Segunda Guerra Mundial.

La barbarie no se detuvo. Hizo una pausa en Occidente, pero las matanzas se sucedieron en Oriente Medio, África y Asia. Los ciudadanos del mundo occidental se las prometían felices, porque todo lo que ocurriera al este de Turquia y al sur de Gibraltar, en el fondo y en la forma, se las traía al pairo.
Los medios de comunicación hacían su agosto disparando las alarmas sobre posibles objetivos en Europa que nunca se materializaban y al cabo del tiempo la gente se acostumbró al sonido de esas alarmas. Sólo los conspiranoicos (término que se puso de moda en Internet) se mostraban seguros de que el penúltimo apocalipsis estaba a punto de sacudir la civilización de la eterna crisis, la de los europeos de a pie que se esforzaban en mantener un trabajo mal renumerado y temían que sus cuentas de ahorro desaparecieran.

Un día cualquiera, cuando dijeron que la crisis económica formaba parte del pasado, volvieron los atentados islamistas a sacudir Europa. Lo de Roma, a pesar de su brutalidad, fue una inocentada en comparación con la masacre de Oporto: el centro de la ciudad arrasado por un camión cargado de explosivos. El mismo camión que repartía pescado cada tarde por los puestos más antiguos de la ciudad. Las imágenes de los cadáveres de hombres, mujeres y niños hechos pedazos sacudieron la conciencia global de esa entelequia que es el mundo civilizado.

Yo estaba seguro de que después de aquello, Estados Unidos y la Unión Europea invadirían Irán, Siria, Catar y los países que creyeran necesarios, pero pasó un año y nadie movió ficha.

Entonces, en lugar de ponernos a temblar, los españoles nos convencimos de que estaríamos seguros, porque las probabilidades de sufrir otro golpe como el de Madrid eran escasas. Los catalanes también teníamos motivos para estar seguros. La capital, Barcelona, era un modelo mundial de convivencia entre etnias y culturas distintas. Pocas ciudades tan cosmopolitas y abiertas.

Por la misma época tendría que haberme percatado de que las cosas con Silvia andaban mal, de que en el trabajo iba aún peor, y de que posiblemente todo lo que tenía que ver conmigo estaba en proceso de ruina. Pero no hice nada, porque pensaba que eran cosas mías. Igual que la paranoia atraía al miedo, creía que eran cosas del estrés, que se dedicaba a fabricar motivos infundados para sentirme ansioso.

En aquel momento, poco antes de que el mundo estallara sobre mi cabeza, me limitaba a sobrevivir, sin mayores reflexiones ni análisis. Como cualquier ciudadano, me convencí de que la normalidad era aquel cúmulo de vivencias sin pena ni gloria. Tuvo que ocurrir el desastre, tuve que rescatar estas notas y, con ellas, los recuerdos enquistados, para poder narrar lo más parecido a la verdad.

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