Si la película Volver a empezar, de José Luis Garci, parece, sacada de contexto, una obra que reivindique el derecho a perpetuarse, mi vida, en cambio, tiene mucho que ver con el resto de vidas con las que me voy cruzando: y es que cada cierto tiempo me toca reinventarme.
Soy amigo de algunas personas que hubiera preferido no conocer y, mira por dónde, gente que me interesa de veras queda lejos de saborear un café conmigo.
He viajado allá donde me ha permitido el bolsillo. Islandia, La India y Nueva Zelanda siguen ahí, en mi idolatría, pero nunca hay billetes para mí.
He sido fraile antes que monaguillo en el mundo editorial. Hoy nadie me recuerda en ese zoco árabe del que tampoco guardo estampas memorables.
Profesor antes que maestro. E intento ser uno más hoy, en mi primer día en el puesto. Ya estoy hecho todo un hombre, creo. Hace diez años me habría gustado ser el mejor maestro del mundo. No me lo habría acabado de creer nunca, pero habría tenido mis fogonazos de soberbia.
De pequeño leía novelones del siglo XIX. Anoche me casqué treinta página de un tal Use Lahoz, que son una verdadera mierda.
Antes de escribir poemas, compuse canciones y se quedaron en papeles que ya no volveré a encontrar.
Un par de años antes de acabar mi volumen de relatos tempranos, terminé una novela que a veces pienso que fue un sueño muy largo. Se me ha quedado fijada como una de esas historias legendarias de las que sólo recuerdas detalles, pero resuena en tu cabeza por su música, los diálogos fulminantes, el olor de las escenas. La novela en sí es mala. Sólo yo la entiendo. Pero creo que tiene fuerza y cada cosa en la que creo: la trascendencia del destino en oposición a la voluntad de ser mejores personas desde la nada luchan durante toda la obra. Hay humor, amores que duelen, muerte, acción para pasar las páginas volando y sensaciones de estaciones que no volverán.
No seré una estrella del rock ni conseguiré más lectores que a los que obliga el sentimiento. A no ser que un día de éstos me dé por reiniciarme para volver a empezar y, esta vez sí, caminar hacia adelante. Así y todo, como un peón que soy, humilde y cabezón, tiraré por dónde me dejen. No creo que llegue a volar. Si acaso muy bajito. Hay un interés verdadero por parte de la Providencia para que no me acabe creyendo que sólo soy un hombre que escribe regular y, lo demás, casi todo lo hago de forma vulgar.
Demasiado ambicioso para ser buena persona. Demasiado acomplejado para que se oiga mi voz. Un poco náufrago, como todo aquel que busca su destino.
Soy amigo de algunas personas que hubiera preferido no conocer y, mira por dónde, gente que me interesa de veras queda lejos de saborear un café conmigo.
He viajado allá donde me ha permitido el bolsillo. Islandia, La India y Nueva Zelanda siguen ahí, en mi idolatría, pero nunca hay billetes para mí.
He sido fraile antes que monaguillo en el mundo editorial. Hoy nadie me recuerda en ese zoco árabe del que tampoco guardo estampas memorables.
Profesor antes que maestro. E intento ser uno más hoy, en mi primer día en el puesto. Ya estoy hecho todo un hombre, creo. Hace diez años me habría gustado ser el mejor maestro del mundo. No me lo habría acabado de creer nunca, pero habría tenido mis fogonazos de soberbia.
De pequeño leía novelones del siglo XIX. Anoche me casqué treinta página de un tal Use Lahoz, que son una verdadera mierda.
Antes de escribir poemas, compuse canciones y se quedaron en papeles que ya no volveré a encontrar.
Un par de años antes de acabar mi volumen de relatos tempranos, terminé una novela que a veces pienso que fue un sueño muy largo. Se me ha quedado fijada como una de esas historias legendarias de las que sólo recuerdas detalles, pero resuena en tu cabeza por su música, los diálogos fulminantes, el olor de las escenas. La novela en sí es mala. Sólo yo la entiendo. Pero creo que tiene fuerza y cada cosa en la que creo: la trascendencia del destino en oposición a la voluntad de ser mejores personas desde la nada luchan durante toda la obra. Hay humor, amores que duelen, muerte, acción para pasar las páginas volando y sensaciones de estaciones que no volverán.
No seré una estrella del rock ni conseguiré más lectores que a los que obliga el sentimiento. A no ser que un día de éstos me dé por reiniciarme para volver a empezar y, esta vez sí, caminar hacia adelante. Así y todo, como un peón que soy, humilde y cabezón, tiraré por dónde me dejen. No creo que llegue a volar. Si acaso muy bajito. Hay un interés verdadero por parte de la Providencia para que no me acabe creyendo que sólo soy un hombre que escribe regular y, lo demás, casi todo lo hago de forma vulgar.
Demasiado ambicioso para ser buena persona. Demasiado acomplejado para que se oiga mi voz. Un poco náufrago, como todo aquel que busca su destino.
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David C.