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La realidad de los otros

El realismo en el arte suele distinguirse por sacar a la luz los ángulos más miserables de la condición humana o de la sociedad en la que vivimos. Luego se reformulan los detritus para confeccionar una pintura, un libro o una película digeribles, porque de lo contrario sería insoportable situarse como espectador.

La realidad, en cambio, raramente se asoma al arte salvo en dosis pequeñas, muy bien diluidas en su contenedor.

Nuestra realidad, ya que tengo la fortuna o la mala suerte de poder hablar como parte de la mayoría de los ciudadanos españoles, es eso mismo, la de la mayoría de las personas que nos rodean.

En realidad, estoy hablando de la idea que tenemos de esa multitud de personas con las que nos identificamos.

 La mayoría de los españoles tiene una familia radicada en el país, tiene estudios, como mínimo, primarios y se ha criado en torno a todo un imaginario real y virtual que compartimos casi todos.

Si la educación crea ciudadanos uniformes, las plazas donde juegan los niños, los museos a los que deberían llevarlos sus padres, la música que escuchan, la televisión que ven, los libros que no leen, etc. configuran un español más o menos homogéneo.

Al mismo tiempo la tradición, esa rémora que sobrevive a las generaciones, sigue trabajando en silencio: los chicos no lloran, los gays son sospechosos, España es una, grande y libre, los negros no son españoles, los gitanos viven aparte de la sociedad, etc.

A fin de cuentas, en nuestra realidad los protagonistas viven con una familia más o menos estructurada que habla bien nuestro idioma y que no tiene dudas sobre su procedencia. Los cultos sólo van al teatro y los incultos sólo a discotecas de baja estofa. Vamos al cine el día del espectador o el domingo por la tarde cuando tenemos una relación sentimental estable y aburrida. Sin embargo, en la cola sólo vemos españoles blanquitos.

Vamos a bares donde predominan los que son como nosotros y en el supermercado apenas vemos personas diferentes.

Por eso es fácil concluir que hay gente que existe menos que otra. O, si le damos la vuelta al argumento, podemos pensar que toda la gente "normal" consume lo mismo que nosotros, tiene las mismas necesidades que nosotros y comparte nuestros problemas y sueños.

Así es fácil que lleguemos a una de estas dos conclusiones con respecto a la gente que no se parece a nosotros, que somos la mayoría, que en una democracia equivale a la única voz que de verdad vale.

a) Nos olvidamos de que existen. Son meras sombras que aparecen y desaparecen del paisaje.

b) Obviamente son diferentes a nosotros puesto que no compartimos los mismos espacios vitales. Por tanto, son sospechosos de querer justo lo contrario que nosotros. Si nosotros queremos trabajar, ellos prefieren vaguear. Si a nosotros nos gusta cultivarnos, ellos quieren ser unos burros. Y así sucesivamente llegando a los extremos que nos lleve nuestra particular neurosis. Por ejemplo, si nosotros queremos lo mejor para nuestros hijos... Tal vez ellos sólo quieran comerles el coco y explotarlos para su conveniencia.

Si bien se me puede acusar de simplista, la brevedad de estos artículos y mi incapacidad intelectual no me permiten aclarar todos los posibles agujeros de mi argumentación.

De todas formas, juro y prometo que hay gente que en su día a día no convive con gente que sea distinta a la de la clase media dominante. Es gente, por tanto, que tiene que hacer ejercicios de imaginación muy abstractos para conocerlos (en el caso de que les interese).

Mi tesis es que vivimos en tiempos hiperacelerados. Desde el inicio de los tiempos la tendencia ha sido la de mezclar razas, etnias y culturas. Si bien ahora, en Occidente, que es el Dorado para mucha gente, esta tendencia se va a dar con cada vez más rapidez.

Los que nos sentimos integrados en la sociedad podemos intentar resistirnos, porque la xenofobia no es más que una manifestación del miedo a que nos desplacen, un reflejo del terror existencial a morir. Da igual. Sucederá. Eso sí, sucederá mejor o peor, con más o menos dolor, en dos o tres generaciones.

Y la gente a la que ninguneamos será parte de nuestra tradición algún día, quizá nuestra familia más cercana.

Al fin y al cabo, salvo detalles muy ruidosos pero poco importantes, los seres humanos nos parecemos todos demasiado.

Necesitamos comer y beber para sobrevivir y sean escorpiones o percebes, normalmente se requiere dinero para conseguirlo, dinero que sólo se obtiene mediante el trabajo o la delincuencia.

El trabajo te incluye, la delincuencia te excluye.

Nadie, ni los negros que practican vudú, ni los avanzados miembros de la cienciología, puede asegurar que después de esta vida hay algo más. Por tanto, no nos debe extrañar que muchos de los "otros" practiquen su religión.

Pedir que los extranjeros recién llegados se pirren por nuestras tonterías, como el fútbol, el bingo o la partida de mus, es revelador de nuestra tremenda estupidez. Estupidez que todavía va más allá cuando miramos más a alguien por el mero hecho de pasar su tiempo libre en actividades que no entendemos e incluso repudiamos, ya sea el cricket, el crocket o la caza de mariposas.

Si uno de nuestro clan huele a sudor nos parece mal pero comprensible porque nuestro hedor se parece cuando no nos duchamos y sudamos de más. Si es un negro el que suda, y parece que la piel ayuda a crear un olor distinto, entonces nos parece horrible y condenable, porque no reconocemos ese tipo de peste en nosotros mismos.

Decir que somos iguales pero distintos es muy sencillo, suena bien y parece que tiene lógica a no ser que alguien se haya autoconvencido de que existen entidades abstractas como los moros, sin saber muy bien si se refiere a los ciudadanos del Magreb, a los de Arabia Saudí o a todos los musulmanes del mundo, cuya única preocupación es cometer atentados. De ahí a pensar que las mujeres son superiores o inferiores al hombre sólo hay un pequeño paso.

Cuando una comunidad de origen extranjero no logra integrarse es mucho más sencillo afirmar que se automarginan creando sus guetos, o que no quieren interegrarse, que analizar las verdaderas causas, entre ellas una resistencia casi innata a admitir nuevas incorporaciones a la sociedad, como si tuviéramos la obligación de proteger nuestra porquería sólo porque es nuestra.


Si el día de mañana nuestra frágil comodidad de clase media se quiebra tal vez nos veamos obligados a emigrar a otro país. No sabemos qué pensarán de nuestra mayoría. Quizá crean que somos vagos, prejuiciosos, delincuentes, extraños, poco sociables, sucios, etc. Quién sabe. Sólo esperemos que cuando esto ocurra, porque siempre acaba ocurriendo, los que nos acogen hayan ascendido varios peldaños en la escalera de la sabiduría y de la humanidad.

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