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La beligerancia del lenguaje mitinero

Los mansos irán al Cielo. Ella, al ayuntamiento de Barcelona.
Sobre la tarima de un escenario en campaña electoral, la persona que habla se crece en proporción al público que le escucha.

El orador, o la oradora, se transforma. Tiene a la audiencia ganada. Se sabe bien el mensaje, que además ha sido escrito a veinte manos. Gente sentada. Gente de pie. Aplausos tras cada promesa, tras cada zarpazo dialéctico.

Empiezan con una anécdota: "Salía del mercado cuando me encontré a un vecino...", falsa desde luego; siguen con una referencia a los sentimientos del grupo: "Yo también jugué en esta plaza..."; y a partir de ahí empiezan las promesas.

En español el futuro se puede representar de muchas maneras. El político sólo usará el futuro simple, porque es el tiempo verbal más fuerte y rotundo de la gramática. "Lucharemos contra la pobreza", "habrá seguridad en cada calle", etc.

Siempre intentará evitar el yo, para tratar de englobar al público en un proyecto común, y para ello usará el plural mayestático, las formas impersonales, etc. Cualquier truco es bueno para enmascarar a los artífices del programa.

En cuanto al programa, en los mítines pasa algo curioso: lo que en papel parece general y aséptico, en directo se transforma en medidas concretas.

La razón es que lo queda escrito perdura y las palabras se las lleva el viento. Podemos, el partido político que presume de romper con los demás grupos por caducos, incluye en su programa recetas como "Garantizar la red pública de salud" y "Lucha contra la violencia de género". Son promesas bienintencionadas que seguramente comparten el 95 por ciento de los partidos. Además, nadie puede demostrar que se incumplen porque en sí mismas revelan una intención, no un resultado.

Ése es el truco. Velar por la justicia, la igualdad, la libertad es siempre un regalo para los oídos, ¿pero qué significa exactamente eso? Casi nada. Son conceptos demasiado recurrentes, y, sobre todo, revelan un espíritu, un deseo, que comparten todos los demócratas.

En los mítines, por fortuna, se va a lo concreto, o es lo que parece. Al público le quedará la impresión de que el partido, en el caso de ganar, construirá una guardería o un centro de salud. Sin embargo, si la gente tuviera la ocurrencia de grabar el discurso seguramente escucharía algo así como "si no nos lo impiden; haremos todo lo posible; lucharemos por ello, etc.".

Si luego no cumplen, siempre pueden echarle la culpa al resto de grupos políticos, al gobierno anterior, al cambio de coyuntura, al Sistema o, simplemente, a "ellos", que suelen ser las empresas y ricos en la sombra que parecen dispuestos a jorobar a los ciudadanos.

Después de las promesas, llega la parte más visceral y pobre del mitin. Los oradores se comparan con los demás. En este espacio destacan todas las acciones impopulares de sus principales rivales políticos, escogen las frases más desafortunadas de los últimos días y, a menudo, retan a otros candidatos a desmentir o afirmar un supuesto polémico.

En mitad del apogeo, para demostrar que el orador carismático es un líder capaz de gobernarlos a todos, quien habla se pausa, abandona el traje de camuflaje y recapitula las principales promesas del programa.

Antes de despedirse, todavía suaviza más el discurso repartiendo agradecimientos, besos y abrazos.

Ya está: mitín concluido.

En el aire, exageraciones, superlativos, aseveraciones, frases drásticas, vocabulario bélico, amenazas, juramentos e incluso exabruptos de taberna de pueblo.

Y el viento hará el resto.

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