Unos hipsters de Barcelona vistos a través de rayos X. |
Tras un periplo por media España pensé que ya había visto
suficientes idiotas (el veinteañero que le explica a un viejo sordo las
diferencias entre los templos budistas de Japón y los de la India, el taxista
que se vuelve loco de repente y deja de mirar a la carretera elogiando a
Podemos, etc.) hasta que llegué a mi pueblo.
Allí, los que eran tontos siguen siendo tontos, y los que
no, pues lo mismo. Salvo que me maravilló descubrir gente de fuera tan
interesante inasequibles al contagio, y noté la ausencia de amigos y conocidos
que le dan al cerebro y que, con su ausencia, dejaron en evidencia a los demás.
Una pena. Ah, y un placer compensatorio (de sobras) los pocos amigos y los
familiares que me han dado momentos de alegría.
Sin embargo, por más tontos, locos y energúmenos que me
encontrara en mi pueblo, nada que ver con los petulantes insolidarios de
Barcelona, o mejor dicho, que están en Barcelona, porque no hay manera de saber
de dónde son ni a dónde van.
En primer lugar, porque se trasladan a toda velocidad y no
miran ni al bajarse ni al subir, ni al girar ni al detenerse en seco.
Y en segundo y último lugar, porque dan tanto asco que no
entablaría una conversación con ellos ni aunque tuviesen el mando de mi silla
eléctrica.
Ya en el tren, la niña más pesada del mundo, con apenas
cuatro o cinco años, molestando a todo quisqui y los papás, ni caso: cada cual con su tablet.
Harto de la situación, me voy a la cafetería donde dos pasajeros increpan a la
camarera por los altos precios (sí, lo de RENFE es una estafa, pero ¿qué culpa tendrá la chica?) Al regresar a mi sitio, la señora de detrás se
ha sacado los zapatos y me ha obsequiado
con sus pies como brazos del asiento. Si no se lo digo tres veces, ni se
entera. Al final los retira y, por suerte, el mal olor desaparece a los pocos segundos. Será cosa del calor que hace en el vagón. Si el aire acondicionado funcionara con normalidad todos los pasajeros habrían acabado oliendo dos estupendos cabrales argentinos (Importante: nunca, nunca viajéis a Barcelona en un Intercity).
Lo peor me esperaba en Barcelona.
En cuanto he asomado el morro a la estación, cargado con dos
mochilas, una maleta de 20 kg y un coche para bebés, me han adelantado por la
izquierda y por la derecha, me han empujado, pisado y agobiado para que les
dejara paso.
En el metro, les daba igual mi carga brutal, porque no les
ha dado la gana dejar un huequecito para que dejara una sola maleta. Por las mismas, si una
chica embarazada lleva peso y necesita sentarse, que se jorobe. Tiene que
llamar la atención a los que se sientan rodeados de unos auriculares tamaño
campana de catedral, para que, después de mucho disimular, el menos caradura se
dé por aludido.
El insolidario que me mete prisas para salir por el torno
del metro con sus dos perritos babosos y salvajes no se ha dado cuenta de que
no doy más de mí, de que no puedo prever quién viene por detrás ni le he
obligado telepáticamente a que elija el mismo torno que yo. No se ha fijado que
con treinta kilos de peso a los hombros, y bajo un torrente de sudor, ya no soy
nadie. ¿Y qué coño le importa al hombrecillo? Allí está, pegado a mis talones hasta que me aparto de su camino.
Luego vas por una calle semipeatonal y decides ir por en
medio para que no te arrolle algún ciclista y para evitar un buen blocaje por parte de los dos
tortolitos que van por delante, que se detendrán cuando menos te lo esperes para darse un morreo mientras cargas
con el peso esperando que la halitosis de uno u otro los haga desistir de la exhibición (lo intuyes, son demasiadas veces o demasiados años, y
efectivamente ocurre: lo del morreo, lo del mal aliento lo añades porque les coges manía).
Ahora tienes toda la calle para ti. A lo lejos ves una familia de
cinco miembros. Forman una hilera en horizontal de cabo a rabo de esos pivotes tan simpáticos que sirven para amarrar bicicletas. Te
acercas y el pater familias se vuelve, te mira y parece que va a cederte el
paso, pero no, no se mueve. Dolorido, das el rodeo por detrás de las balizas porque
la pentafamilia turística ha decidido plantarse como una “filá” de moros y
cristianos antes del desfile y, por lo visto, todas sus neuronas están reunidas
y no disponen de visión panorámica.
Acabo de llegar a Barcelona y ya estoy cabreado. En el tren
ya me había enfadado. Siempre lo estoy y sé que no es sano. Al menos, extraeré de
mi insignificante drama una lección: Prefiero ser un tonto más de los tontos
del pueblo que el jeta más maleducado de la ciudad. Al menos, entre los
pueblerinos no nos pisamos entre nosotros. Luego hay locos, incapaces de prosperar, y gente maligna, pero ni los primeros ni los segundos escasean en ninguna parte de este maravilloso mundo.
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