Está a punto de acabar mi experiencia educativa en el Raval de Barcelona. Al menos, la de este año.
Me había quedado en lo positivo del Milà i Fontanals. Pues bien, después de un breve tiempo la profesora titular me quitó de enmedio a punto de Semana Santa por un motivo "ético" (cito textualmente): irse de vacaciones.
Tanto me dolió que la fortuna quiso que me llamaran para el otro instituto del Raval, el Miquel Tarradell (ya es casualidad). Mi primera impresión fue tan adrenalítica que estuve toda la tarde sentado en el sofá mirando el televisor apagado. Imaginaos: un instituto antiguo en obras, compartido con un colegio de primaria, con rumores de cambios en la dirección y con una falta de disciplina entre los alumnos que ya me golpeó en la frente el primer día.
Ahora se acerca el final de este período y tengo que decir que las he pasado canutas. Eso estaba cantado. Sobre todo, he sentido pena. La pena de ver a uno críos jugando a ser mayores con actitudes chulescas, o simplemente, pasando de todo. Son inmunes a los castigos, amenazas y expulsiones. Y yo no voy a poder cambiarlos.
Sin embargo, de vez en cuando les llegas al corazón, como uno de los primeros días que me tocaba vigilar el patio y me atreví a jugar al fútbol con ellos. Ni que decir tiene que aquello parecía una batalla en vez de un partido amistoso. ¡Menos mal que metí un gol! Yo creo que muchos me vieron con mejores ojos, porque no hay que olvidar que al profesor titular lo erosionan, pero al sustituto se lo intentan merendar.
No he perdido oportunidad de hablar a solas con las más conflictivos, para tratar de enseñarles lo fácil que es mantener unas formas, por su propio bien, sin entrar en diatribas morales. ¿Queréis pragmatismo e inmediatez? Pues toma: si no te comportas como una persona educada, te vas al fondo de este mundo injusto e insolidario.
Por encima de enseñarles inglés, por encima de preparar estudiantes, sigo convencido en que mi especialidad será moldear personas. Y de paso aprendo yo también a ser más tolerante y a tomarme la vida menos en serio. El otro día, un boliviano muy gracioso, de apenas metro y medio, mofletudo, me dijo que había hecho el examen "a la suerte". Sonreía feliz, mientras yo le pedía que me diera un abrazo. Es cierto que sin esta anécdota la impresión que doy es de que todos los alumnos del Raval son iguales. Ni hablar. Lo que pasa es que los centros educativos se crean famas y de ese prejuicio depende que vengan alumnos con perspectivas de evolucionar felizmente o chiquillos que no quieren ni en su casa, o al menos que no pueden quererlos como merecen.
Creo en el cariño como mejor receta infantil, incluso antes de la disciplina severa y recta. Pero lo uno sin lo otro tiene el final asegurado.
Moraleja: final feliz para mí. Y si algún día escucho que algunos de los alumnos teóricamente difíciles de salvar no sólo han tirado "palante" sino que son felices, entonces me adjudicaré mi granito de arena, que apenas pesa, pero llena que da gusto.
Hay que quererse, ¡joroba!
Me había quedado en lo positivo del Milà i Fontanals. Pues bien, después de un breve tiempo la profesora titular me quitó de enmedio a punto de Semana Santa por un motivo "ético" (cito textualmente): irse de vacaciones.
Tanto me dolió que la fortuna quiso que me llamaran para el otro instituto del Raval, el Miquel Tarradell (ya es casualidad). Mi primera impresión fue tan adrenalítica que estuve toda la tarde sentado en el sofá mirando el televisor apagado. Imaginaos: un instituto antiguo en obras, compartido con un colegio de primaria, con rumores de cambios en la dirección y con una falta de disciplina entre los alumnos que ya me golpeó en la frente el primer día.
Ahora se acerca el final de este período y tengo que decir que las he pasado canutas. Eso estaba cantado. Sobre todo, he sentido pena. La pena de ver a uno críos jugando a ser mayores con actitudes chulescas, o simplemente, pasando de todo. Son inmunes a los castigos, amenazas y expulsiones. Y yo no voy a poder cambiarlos.
Sin embargo, de vez en cuando les llegas al corazón, como uno de los primeros días que me tocaba vigilar el patio y me atreví a jugar al fútbol con ellos. Ni que decir tiene que aquello parecía una batalla en vez de un partido amistoso. ¡Menos mal que metí un gol! Yo creo que muchos me vieron con mejores ojos, porque no hay que olvidar que al profesor titular lo erosionan, pero al sustituto se lo intentan merendar.
No he perdido oportunidad de hablar a solas con las más conflictivos, para tratar de enseñarles lo fácil que es mantener unas formas, por su propio bien, sin entrar en diatribas morales. ¿Queréis pragmatismo e inmediatez? Pues toma: si no te comportas como una persona educada, te vas al fondo de este mundo injusto e insolidario.
Por encima de enseñarles inglés, por encima de preparar estudiantes, sigo convencido en que mi especialidad será moldear personas. Y de paso aprendo yo también a ser más tolerante y a tomarme la vida menos en serio. El otro día, un boliviano muy gracioso, de apenas metro y medio, mofletudo, me dijo que había hecho el examen "a la suerte". Sonreía feliz, mientras yo le pedía que me diera un abrazo. Es cierto que sin esta anécdota la impresión que doy es de que todos los alumnos del Raval son iguales. Ni hablar. Lo que pasa es que los centros educativos se crean famas y de ese prejuicio depende que vengan alumnos con perspectivas de evolucionar felizmente o chiquillos que no quieren ni en su casa, o al menos que no pueden quererlos como merecen.
Creo en el cariño como mejor receta infantil, incluso antes de la disciplina severa y recta. Pero lo uno sin lo otro tiene el final asegurado.
Moraleja: final feliz para mí. Y si algún día escucho que algunos de los alumnos teóricamente difíciles de salvar no sólo han tirado "palante" sino que son felices, entonces me adjudicaré mi granito de arena, que apenas pesa, pero llena que da gusto.
Hay que quererse, ¡joroba!
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