Fue un alivio
que mi abuelo se largara a México. Aunque me había criado con
él, los últimos años me había preocupado más de su pellejo que del mío.
Un día me dijo que estaba enamorado, que le devolviera el
dinero que le debía. Al mes recibí una postal suya que terminaba así: "qué feliz soy". Poco le duró. Su misteriosa novia de
Veracruz se lo encontró en la bañera, el agua hirviendo, la piel abrasada. Sólo
se le salvó la cabeza, su augusto cráneo de filósofo antiguo.
Cinco años después, otro día cualquiera, me llamaron desde
México: tenía que estar presente en la exhumación de su cadáver, porque había
expirado el alquiler de la tumba. Si quería descansar para siempre en un buen
sepulcro pagaría una cifra descomunal de dólares. La opción más barata me
costaría 3.000. Intenté pasarle la pelota a la novia mexicana de mi abuelo,
pero ni siquiera había asistido al entierro. Si decidía no viajar o no pagar,
sus restos acabarían en una fosa común. Fecha límite: 31 de octubre.
Después de decidir que mi abuelo tendría que convivir en
comunidad con otras osamentas, mi mujer me animó a echar marcha atrás: o me largaba
de casa un tiempo para oxigenarme, o me abandonaría.
Ella misma me dio el dinero (la parte de nuestras
vacaciones). Dado que el estado de la economía no era boyante, entendí que su
advertencia iba en serio.
Mi intención era acabar rápidamente con el trámite y
quedarme unos días en uno de esos resorts de Riviera Maya para ver cuántos tequilas
podía soportar sin carbonizarme al sol.
A las 19:15 estaba aparcado frente al cementerio municipal
de un pueblo perdido entre Puebla y Veracruz. El enterrador me reconoció al instante: “Tiene
usted un cráneo admirable, como su abuelo”, y a continuación me recriminó que
llegara tan tarde, víspera de la noche de muertos.
Tuve que seguirlo sin ninguna indicación a través de tumbas
y panteones de colores hasta un área separada, mucho más gris y apática. La
tumba que señaló como la de mi abuelo no tenía lápida ni inscripción alguna.
Una triste losa de algún conglomerado con un número pintado encima. El 14. Un
número espantoso, pensé.
—Le tocaba el 13, pero mi jefe es supersticioso –dijo entre
risas el viejo.
Como no me hablaba mientras retiraba la losa, le pregunté
cuánto tardaría. “Váyase a contemplar el paisaje”, me espetó seguido de una
risa perturbadora.
El sol se ahogaba tras la tapia del cementerio, y los
pájaros salieron a cantar a una hora a la que en mi ciudad solían recoger las
plumas.
Las
tumbas de alrededor eran tan siniestras como las de un cementerio escocés
abandonado. Sólo destacaba un conjunto escultórico. Bonito, excepto por un
detalle: a la estatua del monje le faltaba la cabeza.
Al
regresar, el enterrador había amontonado pedazos de madera podridos junto al
camino. Con una agilidad sorprendente, saltó al interior de la fosa y, después
de un rato, soltó las herramientas y anunció:
—Ahí
está este pinche cabrón. Acérquese.
Me
negué, pero acabé obedeciéndole, pues me recordó que si no reconocía el
cadáver, acabaría en la fosa común. La punta de mi zapato sobresalía del filo de
la tumba, pero yo miraba hacia el cielo sanguíneo.
—Chingada madre, este gachupín no murió decapitado. ¿Dónde está su pinche calavera?
Me
encogí de hombros.
—¿No
pensará que aquí nos adueñamos de los cráneos bonitos?
—Yo
no he dicho nada de eso.
—¡Chingada madre!–repitió.
En
silencio, recogió los huesos y los metió en un saco. Y, sin decir palabra, lo
seguí hasta una pared de nichos donde buscó el número 14. Una vez allí,
destrozó los ladrillos con el pico y metió el saco dentro. A continuación, lo
seguí a una oficina destartalada y me hizo firmar un papel. Cuando me quejé por
haber dejado los restos de mi abuelo de aquella manera me respondió que quedarían
así hasta que las autoridades determinasen lo contrario. Su mirada amenazante
hizo el resto.
A
pesar de mi descontento, cerró el portón del camposanto y se marchó en un auto
tan viejo como él.
Consternado,
salté la verja del cementerio dispuesto a sacar una fotografía de aquella
chapuza para presentar una denuncia. Pensé que sabría el camino, pero se fue la
luz, y a los pocos pasos me perdí. El rumor del viento contra las palmeras y
cipreses junto al canto burlón de los pájaros me pusieron los pelos de punta. Y
el terror se adueñó de mí cuando un gato tuerto saltó sobre mi cabeza. No era
más que un felino, pero me aterrorizó. Luego, corrí despavorido por delante de
la estatua sin cabeza y me pareció que se movía. Aceleré aún más, y cuando vi
que había llegado a la primera tumba de mi abuelo, ya estaba dentro.
Desesperado
por salir, acabé dándome de bruces contra una roca, o eso creía. Al volver a
tocar su superficie, tiré de aquella protuberancia fría y grisácea, y saqué una
calavera. La de mi abuelo.
Salí
de la fosa y, ¡eureka!, se hizo la luz. Mucho más tranquilo, pude salir del
camposanto. Ya en el auto se me ocurrió la venganza perfecta contra aquel
enterrador maléfico. Me quedaría la calavera para mí (ya vería cómo sacarla del
país) y denunciaría su ausencia desde España.
Aquel regocijo inicial se esfumó en cuanto descendía
la carretera. Qué dolor de cabeza, ¿sería la mala conciencia? Al salir de una
curva, un hombre hacía aspavientos en mitad de la calzada: era el enterrador.
Frené a fondo y di un volantazo a la izquierda, pero el coche no respondía. Tras
un impacto sordo, el viejo desapareció. El parabrisas hecho añicos. Antes de
cerrar los ojos, descubrí un rictus amargo en su cabeza, que asomó boca abajo
desde el techo del auto. Por puro instinto, formé un escudo con los brazos en
torno a mi cráneo. La calavera de mi abuelo pareció aprobar mi último acto de
contrición desde el salpicadero.
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