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Los desafectos

Todo parece ir bien cuando uno se despreocupa. Pero la calma total suele ser mala consejera. Uno no advierte que la ausencia de vibraciones no es la felicidad, sino lo contrario al amor. Lo más probable es que haya un desafecto en curso.

El otro suele no enterarse. Cuando se le notifica, o lo descubre, qué tragedia, y qué pesado resulta subir con la cruz a cuestas por todas las etapas del duelo incluyendo la negación. Hasta resignarse suele rebelarse. Nadie me puede dejar de querer, es la consigna. Algunos se agazapan en su desafecto hasta que el otro siente igual, pero son los menos. El desafecto suele llegar por sorpresa, aunque haya expertos en anticipar desgracias.


Como dijimos, no siempre se acepta bien. De hecho, el desafecto suele provocar una fuerza contraria a la que se desea: el otro quiere deshacerse de mí, pues entonces yo me aferro con todas mis fuerzas. No sabemos por qué ocurre, pero es así.

El que intenta romper con la relación se expone a su propia culpabilidad y a una batalla para la que nunca se está preparado. ¿De verdad tengo que pelear contra la persona que antes de ayer llenaba mi corazón?

Pronto sucede lo que en todas las guerras, que las armas hieren y entonces ya no se trata del desafecto en sí, que a veces ocurre porque sí (o porque no lo podemos cuantificar, como el polvo estelar), sino de muchas batallas posteriores. Algunas de sus heridas no se podrán sanar nunca.

En el caso de España y Catalunya, está claro quién sintió desafecto primero, aunque también hay teóricos que opinan que todo parte de un odio español. Lo cierto es que la mayoría de catalanes no quieren a la idea de España, ese símbolo que las derechas han forjado durante casi un siglo y que supone la subordinación a una Castilla, ahora Madrid, que no entiende ni quiere entender a los catalanes.

Ya no sabemos si lo que ocurre es que reniegan de esa España, o de la de real, que es mezcla de muchos orígenes, ideologías o culturas, y que no es de las derechas ni de las izquierdas.

De una forma u otra, España recoge el mensaje y se revuelve, y utiliza todo su poder para retener a Catalunya en su seno. Parece odio, pero es la consecuencia del desafecto. El orgullo herido da paso a una virulencia que poco tiene que ver con el amor, y que se asemeja más al odio que es el miedo ampliado. Miedo, en este caso, a quedarse huérfana, a que uno de sus mejores pedacitos se desgaje y forme sus propias fronteras. Miedo, claro, a que le vaya bien, y que en algún momento pueda salir mejor parada.

Catalunya sonríe y baila la posibilidad de emanciparse porque no siente cariño por España, y por tanto la nostalgia será mínima. El corazón hierve con la posibilidad de perderla de vista. Como el desafecto es total, ha construido un símbolo que parte de la España mandona y hostil. Ahora es la España podrida y castradora, la que ha decidido hundirse con su podredumbre de siglos y no admite disidencias. Es contraria a la felicidad. La antinación.

España, por su parte, vigila recelosa, ya de luto, los compases alegres de su otrora compañera. No le gusta la idea de que parta. No lo va a consentir. Pero siente envidia de verla feliz.

Los desafectos, qué curioso, provocan dolor en quién los sufre, pero alegría en quién los expresa abiertamente.

Para bien o para mal, los españolistas saben que España sólo podrá ser España y algunos incluso han tomado modelos irreales hoy en día e incluso dañinos como el Imperio de Felipe II, o no digamos la cruzada católica y retrógrada de Franco.

Los catalanistas creen que pueden serlo todo, y no piensan que también pueden ser nada, el San Marino de Italia, la Albania de Europa. Más bien sueñan con ser la Irlanda que todavía no es, o la Escocia mitificada y desconocida. Los más conservadores quizá se conformen con ser Portugal y que les dejen tranquilos.

En medio, los que más sufrimos somos los que sentimos amor de verdad, del poco interesado, por España y Catalunya. Ver que se destrozan mutuamente produce mucho dolor, porque sabemos que juntas no están bien, pero yendo a la guerra tampoco saldrán beneficiadas.

Tal vez habría que cambiar el tipo de relación. Si no puede ser de amor, que sea de convivencia y de respeto. Son muchos años, muchísimos hijos en común, y levantar un muro no tendría mucho sentido.
Si entre dos personas adultas a menudo resulta imposible, ya no digamos entre dos naciones.


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