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Ante el horror

Antes del atentado de las Ramblas sabíamos que los actos terroristas generan mucho dolor. Pero una cosa es saber algo, y otra muy distinta, interiorizarlo.

Al barcelonés de a pie, no a los ricos de Pedralbes ni a los futbolistas del Barça, el tramo de las Ramblas que va desde Canaletes al Liceu le trae recuerdos del día a día. Porque para los ciudadanos de Barcelona ese espacio no es el pretexto turístico para acabar sentado ante una sangría de polvos y una paella precocinada. Y no digamos para los viejos que conocieron unas Ramblas totalmente integradas con Ciutat Vella.

La gente que no vive en Barcelona no entiende que cruzamos la Rambla muchas veces al mes, muchísimas al año, y que tenemos asociados a este tramo muchos recuerdos.

De entenderlo, nadie escribiría que los terroristas han atentado contra el capitalismo o la globalización representada por un turismo masivo.

Por favor, las Ramblas eran de los ciudadanos antes de que pusieran el Burger King o la tienda oficial del Real Madrid, antes incluso de las estatuas humanas.

Precisamente los barceloneses estamos hasta los mismísimos de encontrar las Ramblas atestadas de gente que ha hecho del paseo emblemático una muesca más de su colección de destinos turísticos por los que pasar sin pena ni gloria. Nos sentimos extraños en nuestra propia ciudad mientras vemos, impotentes, cómo se forja un símbolo de un paseo que pertenece, antes que a nadie, al pueblo.

No he querido ver muchas de las imágenes, ni en foto ni en vídeo, que van saliendo sobre la matanza indiscriminada, porque detrás de cada niño herido o muerto se encuentran los niños que forman parte de mi vida, de mi familia, y de mis amistades.

Ahora lo que me preocupa es volver a esas ramblas, con sus pros y sus contras, y que se borren todos mis recuerdos anteriores a esas imágenes, y sólo vea muerte y lágrimas donde antes veía sonrisas, esperanzas y prisas por ir al teatro.

Me da miedo también que se me instale el miedo en el subsconciente, y que tenga que girar la cabeza cada cierto tiempo en busca de una señal imaginaria de que va a volver ocurrir otra desgracia.

Algunos podrán pensar que le estoy otorgando la victoria a los terroristas, y muchos proclaman eso de que no hay que tener miedo, sino que hay que hacer vida normal, y todo eso. Estoy seguro que la mayoría lo dice con buenas intenciones, pero me temo que nada será como antes. En el fondo, creo que es mejor que no demos la espalda a la realidad y que no pretendamos que no ha sucedido nada.

Desde luego, que hay que volver a pasear por las Ramblas (si nos dejan las aglomeraciones) y a demandar que vuelva la magia de antaño, cuando el turismo venía en dosis sostenibles, o al menos, veías unos extranjeros más respetuosos, menos borrachos, menos calcinados por el sol, y con un mejor criterio para escoger su vestuario o la enésima copa de sangría de polvos industriales.

Yo creo que también hay que demandar responsabilidades a los que durante tantos años, y sabiendo la amenaza que se cierne sobre Europa, no han consentido en poner bolardos o cualquier sistema que impida que una furgoneta circule por un lugar peatonal.

Pienso también que un lugar por el que transitan miles de personas a diario podría estar más vigilado, ya que veo con sorpresa como hasta dos guardias de seguridad custodian las tiendas de trapitos de lujo de Passeig de Gràcia, o la Diagonal.

Me congratulo, en cambio, de que haya sangre suficiente en los hospitales y de que los taxistas se hayan convertido en un ejemplo de la solidaridad, que estoy seguro de que es extensible al noventa por ciento de los barceloneses.

Me da pena que algunos amigos sigan la comba de los fanáticos nacionalistas que quieren cobrar ventaja del atentado y mezclan sus deseos de independencia con la desgracia echando culpas a unos y dispensando de responsabildiad a otros. Es injusto, indemostrable y poco oportuno. Roza la crueldad.

Constato que el amplio sector de población ignorante, de los que el Franquismo adoctrinó, pero también de los que no leen un libro porque no les merece la pena el esfuerzo, sacan su lado xenófobo y nos recuerdan que todas las ayudas públicas van destinadas a las del pañuelo, o a los moros, como si todos nosotros fuéramos igual de cristianos, y todos los cristianos fueran asesinos cuando uno de ellos o mil cometen un atentado. Supongo que en los años del terrorismo etarra les habría gustado ver cómo un tsumani se llevaba por delante a todo el pueblo vasco.

Sé, porque aunque quiera no soy tan ingenuo, que no aprovecharemos la oportunidad para que los responsables políticos se confiesen y entonen el mea culpa porque hay muchas medidas de política exterior que están potenciando la desigualdad en muchos países, y de ahí al odio sólo hay un paso. También en política interior puede que estén fallando cuando hay muchísimos ejemplos de segundas y terceras generaciones de personas que se sienten fuera del sistema.

Me produce tristeza que alguien que lea el párrafo anterior pueda pensar que estoy dándole la razón a los terroristas, o comprendiendo, o autorizando sus crímenes. Lo suyo no merece comprensión ni empatía, pero sí que obliga al estudio y la reflexión. De lo contrario nos estamos quedando con la parte visceral del ojo por ojo diente por diente, y sin quererlo, nos estamos pareciendo a ellos.

Me horroriza pagar las consecuencias de esto viendo cómo mis impuestos, los de todos, se van a armamento, o somos los que no atentamos los que sufrimos las consecuencias de más restricciones a nuestras libertades.

La verdad es que los violentos, los terroristas y los militaristas, lo tienen a huevo para proseguir con su guerra.

También es tiempo para que se envalentonen los cobardes, que es lo que son los xenófobos en el fondo.

Tiempo para ser insolidario y mandar a su país a las familias que sólo buscan salir adelante.

Para dejar que se ahoguen los desesperados.

Para olvidar que todos somos aves de paso e inocentes hasta que se demuestre lo contrario.

Podemos aprender. En realidad yo mismo no me lo acabo de creer. ¿Podemos?

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